Columna

'Nouvelle cuisine'

Tenía que pasar. La Nueva Cocina vasca nos había acostumbrado a comer tanto y tan bueno que ahora nos han dado chirrintas de probar los cocineros. Ahítos de las tartaletas de bígaro a la reducción de pachuli y del cordero somontano a las brasas de bonsai, parece que le hemos entrado a la carne humana y no por hambre corriente y moliente que, según el sarcástico Swift, podía remediarse con niños ("Me ha asegurado un americano muy entendido que conozco en Londres que un tierno niño saludable y bien criado constituye, al año de edad, el alimento más delicioso, nutritivo y comerciable, ya sea esto...

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Tenía que pasar. La Nueva Cocina vasca nos había acostumbrado a comer tanto y tan bueno que ahora nos han dado chirrintas de probar los cocineros. Ahítos de las tartaletas de bígaro a la reducción de pachuli y del cordero somontano a las brasas de bonsai, parece que le hemos entrado a la carne humana y no por hambre corriente y moliente que, según el sarcástico Swift, podía remediarse con niños ("Me ha asegurado un americano muy entendido que conozco en Londres que un tierno niño saludable y bien criado constituye, al año de edad, el alimento más delicioso, nutritivo y comerciable, ya sea estofado, asado, al horno o hervido; y no dudo que servirá igualmente para un fricasé o un guisado"), sino por hambre... ¡de justicia! Me estoy refiriendo, claro está, al asunto que viene siendo la comidilla -observen qué bien traído está el ingrediente- desde hace días, el de los cocineros supuestamente implicados en el pago del impuesto revolucionario. Conviene tener en cuenta, para empezar, que la acusación de unte proviene solamente de un presunto etarra pringado en esos mejunjes cuya versión no ha sido contrastada ante el juez, por más que éste haya llamado a declarar a dos como imputados y a otros dos en calidad de testigos. Si todavía falta poner el filete en el plato, ¿no convendría mimarle aún más la guarnición, quiero decir, la presunción de inocencia?

A nadie se le escapa la gravedad de hechos como los que planean no sólo sobre las cocinas, sino sobre los consultorios, despachos, bufetes, comercios y cadenas de producción. Porque ésa es otra, si algo hay en el país que abunde más que el label es la sumisión al chantaje: los discípulos de ETA distribuyeron un panfleto llamando a boicotear 40 empresas por negarse a ceder a la extorsión, ¿y qué son 40 cuando ETA suele enviar del orden del millar de cartas en cada campaña de captación de fondos? Eso sin contar los cientos de empresarios que no recibirán las misivas por haber cumplido de otro modo con la causa. Pero el hecho de que ceder a las peticiones de la banda terrorista sea una práctica cabe decir que generalizada no debe hacernos perder de vista los aspectos morales que encierra.

Dar dinero a ETA significa sostener de hecho a la banda para que siga existiendo y pueda seguir presionando a los mismos que pagaron -a fin de que sigan pagando- y atentar contra quienes no lo hicieron o no podían ni siquiera pensar en rescatarse con dinero, porque lo suyo era defender algo tan barato como las ideas en la tribuna política, en las aulas o en los medios de comunicación.

Suele ser común alegar, aunque sea de pechos para dentro, una situación de necesidad a fin de justificar que uno no se pudo negar a la extorsión. Eso está muy bien cuando se presenta en los tribunales, porque evita cárceles y multas, pero habría que ver qué tiene que decir ahí el fuero interno y si no experimenta cierto resquemor al invocar tan alegremente el argumento de necesidad. Porque una cosa está clara, si toda la sociedad lo invocase, ¿quién iba a oponerse a los asesinos? Hay muy poca madera de héroe, nadie o casi la tenemos, y cuesta mucho vencer el miedo. Sobre todo si quienes están encargados de proteger al personal no cumplen debidamente con su trabajo, debido ciertas consignas impuestas por las servidumbres que guardan los recogedores de nueces respecto a los agitadores de nogales.

Pero en un momento u otro hay que plantarle cara a la bestia, porque no está sólo en juego la propia dignidad, sino la de todos cuantos nos rodean. Desde luego, la porrusalda, quiero decir el dilema, lleva cuarenta años dándonos vueltas en el estómago, pero nunca es tarde. Para acabar con una ETA que está en las últimas bastaría -aparte de mantener obviamente la presión política, judicial y policial- con que quienes han pagado reconozcan en público su error, pidan disculpas y dejen de pagar. Cuando uno es tan ingenuo como para pensar que el mundo se acaba en la cocina, el mundo acaba metiéndosele en los pucheros. Y le escalda.

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