Columna

'Fat Man'

Ocurrió hace bastantes veranos, algo así como 59. Charles W. Sweeney subió la escalinata de su B-29, se acomodó en la cabina de mandos, cerró herméticamente la compuerta y activó el mecanismo de arranque. En uno minutos sobrevolaba la isla de Tinian y avanzaba a 700 millas por hora hacia el cielo de Japón. Su objetivo era la ciudad de Kokura, pero factores atmosféricos fuera de toda previsión impidieron vislumbrar el blanco. Un bosque de nubes y un depósito con combustible insuficiente le obligaron a cambiar el rumbo sobre la marcha y buscar un objetivo secundario de mejor alcance. Pocos minut...

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Ocurrió hace bastantes veranos, algo así como 59. Charles W. Sweeney subió la escalinata de su B-29, se acomodó en la cabina de mandos, cerró herméticamente la compuerta y activó el mecanismo de arranque. En uno minutos sobrevolaba la isla de Tinian y avanzaba a 700 millas por hora hacia el cielo de Japón. Su objetivo era la ciudad de Kokura, pero factores atmosféricos fuera de toda previsión impidieron vislumbrar el blanco. Un bosque de nubes y un depósito con combustible insuficiente le obligaron a cambiar el rumbo sobre la marcha y buscar un objetivo secundario de mejor alcance. Pocos minutos después, en la sinuosidad de un paisaje homogéneo y monótono, pudo otear, entre el vapor de las nubes, la mancha grisácea de Nagasaki. No había tiempo para flaquezas. El combustible era escaso y sólo podía permitirse una única barrida sobre el blanco a batir. Charles aprovechó un claro entre la neblina, templó el pulso y dejó caer sobre el centro industrial, sobre la ciudad poblada, su mortífera Fat Man. La bomba atómica estalló a sus espaldas como un castigo nuclear que barrió 70.000 vidas, mientras él surcaba el aire en dirección opuesta, secundado por la onda expansiva, hasta aterrizar en Okinawa. Allí cargó los depósitos de su avión y regresó a Tinian con la satisfacción del deber cumplido.

La pasada semana Charles Sweeney, con 84 años cumplidos y muchas horas de gloria, murió en paz y por causas naturales en un hospital de Boston (Massachussets). Imagino que muchos llorarían su ausencia, pero a mí, sinceramente, leer su necrológica no me ha quitado el sueño. Son muchos los pilotos que ocuparán su lugar en misiones semejantes cada vez que una orden determine el rumbo de sus reactores y les indique el objetivo a batir. Han pasado nada menos que 59 veranos y aún se barren ciudades, se exterminan civiles y se planta una bandera para rubricar la hazaña.

Sweeney tuvo al menos el consuelo de haber puesto fin a la segunda guerra mundial. Los pilotos que el pasado año asolaron Bagdad deshojan ahora las flores de lo absurdo. La insurgencia y el caos iraquí son la onda expansiva de tanta arma inteligente.

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