Columna

El hilo de la memoria

En las pasadas semanas han tenido lugar actos de reivindicación de las víctimas del franquismo, culminando una campaña orientada a la recuperación de la memoria histórica, algo que por distintas razones no se había emprendido en el cuarto de siglo largo que llevamos de democracia. Todavía el callejero de Madrid se encuentra sembrado de espadones del régimen, y hasta tenemos una Plaza Arriba España junto a la Avenida Ramón y Cajal. Al lado de la capital, en Pozuelo, las cosas son aún peores: una arteria principal es nada menos que Avenida del Generalísimo. Para los hombres y mujeres de la Repúb...

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En las pasadas semanas han tenido lugar actos de reivindicación de las víctimas del franquismo, culminando una campaña orientada a la recuperación de la memoria histórica, algo que por distintas razones no se había emprendido en el cuarto de siglo largo que llevamos de democracia. Todavía el callejero de Madrid se encuentra sembrado de espadones del régimen, y hasta tenemos una Plaza Arriba España junto a la Avenida Ramón y Cajal. Al lado de la capital, en Pozuelo, las cosas son aún peores: una arteria principal es nada menos que Avenida del Generalísimo. Para los hombres y mujeres de la República, lo mismo que para sus antecesores de la democracia y el movimiento obrero, toca la condena de la memoria pura y dura, y no sólo en la titulación de las calles. ¿Quién recuerda a Juan Negrín, a Pasionaria, a Juan Peiró, incluso a Indalecio Prieto? De hecho, por razones de circunstancias, el PSOE optó entre 1982 y 1993 por una amnesia forzada, lo mismo que hiciera antes el PCE por aquello de la reconciliación nacional. Solamente cuando se hizo efectiva la amenaza electoral del PP, la mirada se volvió hacia atrás, pero limitándose a señalar las conexiones de nuestro partido conservador con el franquismo. Y ni siquiera entonces se volvió la oración en activa.

Este es el riesgo que acecha desde sus inicios a la recuperación de las víctimas del golpe militar. Eso sí, la tarea resulta imprescindible. Constituía una asignatura pendiente de la democracia y es al mismo tiempo una vía para disipar toda duda acerca de la barbarie organizada dentro de la "operación quirúrgica" dirigida por Franco. ¡Curioso régimen "autoritario" con decenas de miles de ejecutados en su haber! Pero el regreso de la memoria no puede detenerse ahí, porque entonces se hace posible una captación desde el neoconservadurismo, planteando un lamento general en que el recuerdo del coste humano de la guerra es asociado a la descalificación de todo cuanto representó la política republicana. No es cuestión ahora de redactar hagiografías, sino de entender que por encima de muchos errores, y sobre todo insuficiencias, los procesos de cambio puestos en marcha en 1931 fueron la causa del golpe de Estado permanente instaurado por la derecha, y que de la movilización obrera y popular nació la resistencia al levantamiento militar. Manuel Azaña no fue sólo el lúcido testigo de un fracaso, cuyo heredero sería la restauración monárquica. Por encima de ese fracaso, encabezó un proyecto de modernización y justicia social, con la colaboración del PSOE cuyo recuerdo debería ser avivado por la izquierda española. Como el precedente de Pi y Margall, aviso y antídoto al mismo tiempo de cara a las formas populistas de nacionalismos hoy en vigor (último exponente, hasta lo grotesco, el antes sensato Artur Mas). En una palabra, hay que seguir buscando fosas comunes y recuperando la dignidad para sus víctimas. Ahora bien, la tarea se vuelve incompleta de no tener en cuenta que esos cadáveres representan también el corte brutal de una tradición democrática española, cuya reinserción en la memoria colectiva es preciso lograr, incluso por razones de oportunidad política.

Cuando se apoya en el análisis, la memoria histórica constituye un factor imprescindible en la forja de una mentalidad democrática. También para la racionalización de las decisiones políticas. Tenemos un ejemplo bien próximo en el viraje político apuntado por el Gobierno en torno a la cuestión del Sáhara. En principio, y mirando únicamente al presente, el pragmatismo impone su ley: ¿para qué mantener el apoyo a una causa perdida en lugar de consolidar buenas relaciones con el vecino del sur, creando de paso un eje París-Madrid? Porque en el tema no valen los medios tintes, ni las hermosas palabras de Zapatero. Si volvemos la mirada hacia el pasado, las cosas se ven de otro modo. En un tiempo de crisis, Marruecos se ve empujado a jugar a fondo con el irredentismo, y el fin de nuestra defensa del Sáhara nada va a cambiar cuando supere victoriosamente el obstáculo. Entonces no podremos contar con Francia, como ya se vio en la aventura de Perejil, y tampoco ya con Washington, dedicado al rearme de Rabat. ¿Tenemos tanta prisa en acelerar una solución tan marcada además por la injusticia hacia un pueblo del que España fue responsable?

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