Editorial:

Obispos y reformas

El ministro de Justicia, Juan Fernando López Aguilar, ha querido suavizar el tono duro, apocalíptico incluso, con que los obispos han reaccionado ante las anunciadas reformas legales sobre reproducción asistida, ampliación del aborto y matrimonio entre homosexuales, declarando que se trata de "una manifestación de libertad". Es de alabar la actitud prudente y comedida del ministro, pero es de temer que el tono y la racionalidad del debate que suscitarán estas reformas no dependerá sólo de él ni del Gobierno.

Si se tratara sólo de una manifestación de libertad, es decir, del legítimo der...

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El ministro de Justicia, Juan Fernando López Aguilar, ha querido suavizar el tono duro, apocalíptico incluso, con que los obispos han reaccionado ante las anunciadas reformas legales sobre reproducción asistida, ampliación del aborto y matrimonio entre homosexuales, declarando que se trata de "una manifestación de libertad". Es de alabar la actitud prudente y comedida del ministro, pero es de temer que el tono y la racionalidad del debate que suscitarán estas reformas no dependerá sólo de él ni del Gobierno.

Si se tratara sólo de una manifestación de libertad, es decir, del legítimo derecho de la jerarquía católica a participar y hacer oír su voz en el debate político, moral, social y científico que plantean las reformas del Gobierno, no habría motivo para alarmarse. Pero la reacción de los obispos hace temer que no quieran participar como una voz más en ese debate, sino imponer sus puntos de vista al conjunto de la sociedad, erigiéndose en poseedores de la verdad en esas materias y llegando incluso a cuestionar la legitimidad del Estado para legislar sobre ellas en beneficio de los ciudadanos. En este sentido, resulta curioso ver al portavoz episcopal dando lecciones urbi et orbi sobre la que es o debe ser el Estado de derecho.

En la actitud de la Iglesia católica late el tremendo equívoco de creerse una instancia moral que está por encima de las normas básicas que se han otorgado democráticamente los ciudadanos y que expresan sus valores y opciones morales. Ello explica sus dificultades para entenderse con las modernas sociedades libres y con el Estado democrático que las representa. Si se parte de la existencia de verdades preestablecidas que deben quedar fuera de la libre discusión humana, el desencuentro se hace inevitable.

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Los obispos españoles defienden como verdad incontestable que los embriones son seres humanos e insisten en el argumento tremendista de que la investigación genética con fines terapéuticos supone "matar a un ser humano para curar a otro". También siguen oponiendo un pretendido derecho natural al reconocimiento legal del matrimonio homosexual o del aborto. Como libre expresión y defensa de una creencia o moral determinada nada hay que oponer. A la Iglesia también le asiste el derecho a llamar la atención sobre los indudables riesgos de la ingeniería genética. Pero pretender imponer esos puntos de vista al conjunto de la sociedad y, sobre todo, cuestionar la legitimidad del Estado democrático para legislar sobre esas materias es ir muy lejos, demasiado lejos. Y más si se da el paso de lanzar movilizaciones o de prestar los templos para la recogida de firmas contra las reformas del Gobierno, como si se tratara de un partido político o quisieran hurtar el protagonismo al partido que hizo bandera de la asignatura de religión.

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