Columna

Occidente y el Resto

El mundo ya no se divide en bloques, como en el siglo XX; ahora es Occidente contra todo lo Restante.

En la guerra fría se creía que el mundo era bipolar, norteamericano y soviético; en la transición de los primeros años noventa hacia lo que sea, el primer presidente Bush hizo un cauteloso amago para ponerse al frente de todos los que quisieran seguirle en una anterior guerra del Golfo: era una tentativa de unipolaridad que, por la misma buena educación con que estaba concebida, no podía ser la última palabra; las piezas aún buscaban su encaje. Y en lo que sigue al 11-S, la Administraci...

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El mundo ya no se divide en bloques, como en el siglo XX; ahora es Occidente contra todo lo Restante.

En la guerra fría se creía que el mundo era bipolar, norteamericano y soviético; en la transición de los primeros años noventa hacia lo que sea, el primer presidente Bush hizo un cauteloso amago para ponerse al frente de todos los que quisieran seguirle en una anterior guerra del Golfo: era una tentativa de unipolaridad que, por la misma buena educación con que estaba concebida, no podía ser la última palabra; las piezas aún buscaban su encaje. Y en lo que sigue al 11-S, la Administración de un segundo Bush consideraba el bárbaro crimen un nihil obstat para su voluntad imperial.

Si en aquel primer tiempo el binomio adoptaba la forma horizontal Este-Oeste, y en la segunda, la desintegración del Este remitía a la vertical Norte-Sur, Ricos-Pobres, hoy, la guerra de Irak, con todo su desconocimiento, improvisación, ausencia de planes reconocibles para el futuro, y antagonización del pueblo iraquí, conduce aceleradamente a una nueva oposición: Occidente-Resto del mundo.

No es, claro está, una polaridad diferente, sino la contradicción que se establece con lo gaseoso; con atentados, pero, también, o aún peor, con sentimientos. En los meses que siguieron a la tragedia de Nueva York dos fuerzas coincidían en tratar de construir ese nuevo binomio: Estados Unidos, como defensor del mundo libre, es decir, desarrollado, se disponía a atacar al dragón del terrorismo internacional llamado islamista, y de otro, una nebulosa, conocida como Al Qaeda, proyectaba su amenaza para caracterizarse como el único poder que combatía lo que calificaba de Gran Satán. Washington realzaba ante el mundo la idea de que estábamos ante otro polo de poder para dar cobertura a cualquier acción internacional que considerara oportuna.

La guerra de Afganistán prestó corporeidad a esa idea, porque los talibanes de Kabul habían dado cobijo al grupo de Bin Laden. Y, por unos instantes, pareció verse recortada la silueta del enemigo en la distancia. Pero la guerra de Irak destruiría cualquier ilusión. Washington no está en Bagdad para erradicar ningún terrorismo, sino para servir a sus intereses estratégicos. Y desde entonces, hoy más que ayer pero menos que mañana, Estados Unidos y, por extensión, Occidente, reclutan adeptos en el Resto del mundo para el odio.

La verdadera polaridad del siglo XXI no se expresa con divisiones, y ni siquiera con atentados como el 11-S o el 11-M, sino, de manera aún más difusa, con la desafección progresiva de lo que antes se llamaba Tercer Mundo, que constata cómo el pueblo palestino puede ser ultrajado, escarnecido, engañado y destruido con la aprobación de Estados Unidos y la impecable resignación de Europa; como en Irak se dispara a bulto, se tortura y se trata a la población a la que había que liberar como botín de guerra con el apoyo de potencias mayormente occidentales; como la principal fuerza ocupante, al cabo de más de un año de guerra, carece de partidarios sobre el terreno a los que traspasar lo que le apetezca de soberanía el próximo 30 de junio; como, si se celebran un día elecciones libres, el Gobierno que salga de ellas -es de suponer que de mayoría chií- será antinorteamericano, si no directamente islámico. ¿En qué medida es sólo EE UU o todo Occidente quien está haciendo ese formidable negocio?

Para Al Qaeda, tanto el primero como el segundo son el enemigo a abatir, pero en el terreno de los sentimientos no faltan toda suerte de agraviados que miran con animadversión creciente a los que consideran sus torturadores históricos. Indios americanos que culpan a Europa -y España- de su discriminación histórica; asiáticos que elaboran su propio concepto de modernidad, secularmente molestos con la presunta superioridad del mundo occidental; negros, aunque más bien radicados en el propio Occidente -como nativos o como inmigrantes- que en su solar africano, que se sienten víctimas de un racismo universal. Ese avispero, al que en un momento u otro han contribuido todas las potencias occidentales, es el que supura en Irak. Occidente y el Resto.

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