Editorial:

Retos migratorios

Todos los datos que se van conociendo sobre la inmigración en España -los que acaba de publicar el Instituto Nacional de Estadística y el reciente estudio prospectivo de la Fundación de las Cajas de Ahorro (Funcas)- avalan la necesidad del pacto institucional que reclama Rodríguez Zapatero y que el Gobierno del PP rechaza con autosuficiencia irresponsable. El último padrón, cerrado el 1 de enero de 2003, registra la presencia de 2.672.596 extranjeros en España -el 6,2% de la población- y la proyección de Funcas para dentro de una década eleva esta cifra a 11 millones, una cuarta parte del cens...

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Todos los datos que se van conociendo sobre la inmigración en España -los que acaba de publicar el Instituto Nacional de Estadística y el reciente estudio prospectivo de la Fundación de las Cajas de Ahorro (Funcas)- avalan la necesidad del pacto institucional que reclama Rodríguez Zapatero y que el Gobierno del PP rechaza con autosuficiencia irresponsable. El último padrón, cerrado el 1 de enero de 2003, registra la presencia de 2.672.596 extranjeros en España -el 6,2% de la población- y la proyección de Funcas para dentro de una década eleva esta cifra a 11 millones, una cuarta parte del censo previsto.

Estas cifras deberían centrar la atención de los partidos políticos más de lo que lo hacen en sus programas electorales. Pero más relevante que las cifras es el ritmo acelerado de la inmigración en España -700.000 inmigrantes empadronados sólo en 2002-, lo que todavía hace más urgente una política de Estado, que implique no sólo al Gobierno de turno, sino a fuerzas políticas, administraciones autonómicas y municipales y agentes sociales. Si en países como Francia y Alemania, con procesos migratorios más acompasados, sus Gobiernos han propiciado políticas de este tipo, con mayor motivo son pertinentes en España, abocada a administrar y gestionar una inmigración rápida y creciente.

En primer lugar, esa política debería dejar de lado el discurso receloso del Gobierno del PP sobre la inmigración, que la asocia más a conceptos socialmente negativos -ilegalidad, conflictividad y delincuencia- que a otros de indudable valor para el desarrollo de la sociedad de acogida. Sobre todo, cuando los hechos y las estadísticas desmienten ese discurso oficial. Pero dejar de ver la inmigración como un problema no resuelve los retos que plantea: el primero y principal, la integración social de una población inmigrante de origen étnico y cultural muy diverso -un millón de latinoamericanos, medio millón de africanos y magrebíes, otros tantos ciudadanos del este de Europa, aparte de los comunitarios- y que no comparten necesariamente religión e idioma. La escuela pública se convierte así en el principal instrumento del que dispone el Estado para integrar socialmente a esa inmigración.

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Si España quiere evitar que coexistan en su seno dos poblaciones distanciadas entre sí y socialmente inconexas, con los riesgos que ello comporta para la convivencia, no sólo deberá potenciar las políticas de integración, especialmente la educativa. A medio plazo, tendrá que plantearse también la cuestión de los derechos políticos de una porción tan considerable de la población.

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