Columna

¿Quién vertebra España?

Se abrió el melón. Andalucía tampoco quiere ser menos que el País Vasco y Cataluña y ya ha anunciado su propia reforma del Estatuto de Autonomía. Es un gesto que recuerda a las prisas de la oposición socialista de la transición por incorporar a Andalucía a la vía rápida del artículo 151 de la Constitución. A partir de este momento se inició una auténtica carrera entre las distintas comunidades autónomas por aproximarse en todo lo posible a la ventaja relativa que tanto Cataluña como el País Vasco iban adquiriendo en el ejercicio del autogobierno. Y sirvió para desvelarnos que, si exceptuamos a...

Suscríbete para seguir leyendo

Lee sin límites

Se abrió el melón. Andalucía tampoco quiere ser menos que el País Vasco y Cataluña y ya ha anunciado su propia reforma del Estatuto de Autonomía. Es un gesto que recuerda a las prisas de la oposición socialista de la transición por incorporar a Andalucía a la vía rápida del artículo 151 de la Constitución. A partir de este momento se inició una auténtica carrera entre las distintas comunidades autónomas por aproximarse en todo lo posible a la ventaja relativa que tanto Cataluña como el País Vasco iban adquiriendo en el ejercicio del autogobierno. Y sirvió para desvelarnos que, si exceptuamos a las comunidades históricas, en el desarrollo del Estado autonómico había un buen número de fuerzas centrífugas que se sostenían más por los intereses de élites políticas locales -o por la específica coyuntura de intereses partidistas- que por auténticos anhelos populares de autogobierno. Misteriosamente, el resultado de este proceso fue bastante satisfactorio, aunque es ahora cuando comienzan a manifestarse sus deficiencias. Puede afirmarse incluso que, aun sin la actual presión nacionalista vasca y catalana, más tarde o más temprano hubiera sido necesario emprender las correspondientes reformas del sistema de organización territorial del poder, aunque sólo fuera en la cuestión del Senado.

Tampoco parece haber nada ilegítimo en la propuesta de Chaves -o de quien venga después- si la reforma estatutaria posee un consenso político suficiente y se hace con el espíritu de afrontar algunos de los problemas de gestión y coordinación derivados del progresivo proceso de implantación del Estado autonómico. El problema no está en la reforma en sí, cuanto en la ausencia de dicho consenso. El País Vasco va por libre, y aunque Cataluña se pliega a seguir los procedimientos constitucionales de reforma, es muy posible que se encuentre con un veto político del PP. Este partido seguramente tratará de impedir también una nueva ola centrifugadora por parte de las comunidades no históricas. Y su actitud de defensa del status quo, tanto en uno como en otro caso, se apoyará sobre el argumento de la vertebración del Estado. Seguramente tenga importantes incentivos electorales para hacerlo. Mas si el argumento deriva de su respetable y autoimpuesta responsabilidad por dotar de consistencia al armazón del Estado, ¿tiene de verdad auténticos motivos para mantener esta posición después de las elecciones de marzo? ¿Acaso no es más desvertebradora su tozuda actitud por dejar las cosas como están? ¿Puede un único partido asumir la representación del interés del todo? A lo largo de todo el proceso de desarrollo del Estado autonómico, esta responsabilidad por la vertebración del Estado la cargaron sobre sus hombros los dos grandes partidos nacionales. Ahora ninguno de ellos podrá seguir haciéndolo sin el otro. Pero si lo que hace falta es conseguir un consenso que dure al menos otra generación, no puede dejarse fuera tampoco a los partidos nacionalistas. ¿Cómo resolver este encaje de bolillos ante, de un lado, la inflexible actitud de unos (PP), la descoordinación interna y esencial ambigüedad de otros (PSOE), el mesianismo solipsista del PNV y el nuevo y mucho más concreto desafío catalán? Desde luego, hay demasiadas cosas en juego como para caer en consideraciones de puro cálculo electoral o en la promoción del interés de élites políticas regionales. Sobre todo, porque las prioridades parecen claras. En primer lugar está la necesidad de reconocer la diferencia -que la hay- entre las nacionalidades históricas (el País Vasco y Cataluña, en particular) y el resto, y buscar su mejor acomodación dentro del Estado. Luego, la necesidad de aprender de la experiencia de gestión de los últimos años para hacer más eficaz y llevadera la complejidad de integrar a un buen número de comunidades autónomas donde no se pone en cuestión la lealtad básica al actual estado de cosas. En el primer caso la dimensión es esencialmente política, en el segundo -y que no se ofenda nadie- es más bien de naturaleza administrativa.

Es curioso que la única vertebración a la vista es la que se nos impone desde fuera, a través de las políticas coordinadoras de la UE. Pero esta última tampoco parece encontrarse demasiado bien.

Sobre la firma

Archivado En