Tribuna:LA REFORMA FISCAL

Ante la Ley General Tributaria

La nueva norma debe favorecer el acuerdo, la colaboración, la mediación y el arbitraje entre Hacienda y los contribuyentes, según el autor

En 1963, un grupo extraordinario de juristas redactó y consiguió que se aprobara como ley el texto de la Ley General Tributaria (LGT) hoy todavía en vigor. Después de 40 años, nadie discute dos cosas: que la LGT fue una magnífica ley que estableció un molde general de seguridad y equilibrio en las siempre difíciles relaciones entre ciudadanos-contribuyentes y Estado, y que la aprobación de la Constitución y los múltiples parches recibidos por ella hacen necesaria su sustitución por una nueva LGT que contemple el cambio radical que el modelo de gestión de los tributos y las relaci...

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En 1963, un grupo extraordinario de juristas redactó y consiguió que se aprobara como ley el texto de la Ley General Tributaria (LGT) hoy todavía en vigor. Después de 40 años, nadie discute dos cosas: que la LGT fue una magnífica ley que estableció un molde general de seguridad y equilibrio en las siempre difíciles relaciones entre ciudadanos-contribuyentes y Estado, y que la aprobación de la Constitución y los múltiples parches recibidos por ella hacen necesaria su sustitución por una nueva LGT que contemple el cambio radical que el modelo de gestión de los tributos y las relaciones contribuyente-Estado han sufrido en los primeros años de nuestra democracia.

Este cambio puede ser descrito de forma muy sencilla. Pero antes quiero insistir en la gran importancia que la LGT tiene para todos los ciudadanos, para cada ciudadano, pues en ella se contienen las normas de organización de sus relaciones con el Estado a la hora de pagar la cuota que a todos nos corresponde pagar a la Comunidad para que la Comunidad desarrolle las tareas que tiene encomendadas. No es preciso, creo, decir más para convencer al lector de que la LGT, como el Código Civil, el de Comercio o el Penal -aunque no susciten grandes titulares ni demasiada atención en los medios-, forman parte del núcleo de nuestra organización social e influyen decisivamente y todos los días en la organización de la vida de cada uno y en sus relaciones con los demás.

Se trata de evitar centenares de miles de pleitos por cuestiones meramente interpretativas
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Pues bien, hasta hace 30 años, la organización de las relaciones entre el Estado y los contribuyentes se basaba en que los contribuyentes debían -únicamente- declarar los hechos sujetos a un tributo: la renta que percibían, la casa que compraban, etcétera. Y la Administración calificaba estos hechos y decía a cada ciudadano -a través de una liquidación administrativa- lo que tenía que pagar.

En los años setenta y ochenta, el modelo cambió radicalmente copiando el de otros países, fundamentalmente de EE UU. La Administración dejó de liquidar. La ley encomendó todo este trabajo al propio contribuyente: es él el que debe declarar los hechos, el que debe aplicar la complicadísima (inútilmente, artificiosamente, innecesariamente complicada) legislación fiscal, determinar la cantidad a pagar, y pagar.

El modelo tiene sus ventajas. Sobre todo para la Administración Tributaria, a la que se le ahorra mucho trabajo y -en teoría (la comparación con otros países, por ejemplo, Inglaterra, que importó el modelo hace un decenio, no lo dice así)- mucho personal. Pero tiene algunos inconvenientes. Es el contribuyente el que, lógicamente, ha de interpretar la ley. Una ley muy complicada no por culpa del contribuyente, sino del legislador que, pudiendo, no la hace más sencilla; quizás porque no sabe, quizás porque quiere ("a río revuelto, ganancia de pescadores").

Lógicamente, el contribuyente aplica e interpreta la ley de la forma más favorable a sus intereses, y sus intereses consisten (salvo para santos solidarios o fariseos) en pagar lo menos posible.

Pero su actuación no es nada segura. La ley es muy complicada, y toda ley -cualquier recién licenciado en Derecho lo sabe- puede ser objeto de distintas interpretaciones. El mito napoleónico-racionalista de una ley clara con una única interpretación posible no existe. El lenguaje -y la ley es lenguaje- es de por sí impreciso. Y si la ley se hace mal, es todavía más imprecisa.

Y si el trabajo de aplicar la ley es sólo para el contribuyente, y si la Administración Tributaria se reserva únicamente el papel -necesario, pero no demasiado brillante, del vigilante y represor-, el pleito está servido. La Administración Tributaria -la Inspección, básicamente- se dedicará a comprobar la actuación del contribuyente que declara y, en un lógico y plausible afán de recaudar más -sobre todo, lo que no es tan plausible, si su trabajo se ve sólo económicamente incentivado si recauda más-, interpretará la ley a su favor. Y descuidará la labor esencial de la Inspección: descubrir el dinero negro, que está alcanzando en España límites alarmantes (la economía sumergida alcanza, según las estadísticas más conocidas, entre el 20% y el 23% del PIB). El problema se agrava si cada funcionario, cada inspector, es libre de interpretar la ley a su leal saber y entender.

Naturalmente, a alguien -a un genio, seguramente, como el que impulsó la reforma de 1985- se le puede ocurrir una solución genial: aumentar la represión, aumentar las sanciones, castigar más al que, aun declarando, no lo hace al gusto de la Administración.

Siempre me he considerado un hombre de izquierdas. Siento vergüenza cuando a los políticos sólo se les ocurre, para solucionar un problema, aumentar las sanciones. Si alguien no interpreta bien la difícil legislación fiscal: más sanciones. Si hay más maltratos domésticos: más sanciones. Pronto a uno de estos genios se le ocurrirá arreglar la Seguridad Social castigándonos por ponernos enfermos.

La solución no se puede encontrar así. La solución completa no existe, pero sí vías para acercarse a ella. Las vías que, en parte, nos enseña la Ciencia del Derecho, es decir, la Ciencia de la Organización Social -tan despreciada por arbitristas de toda laya-, y las vías que nos enseñan los países de donde se copió -mal- el modelo de la autoliquidación.

Y estas vías son las que intenta seguir la nueva LGT en trámite parlamentario. No es -según el proyecto- la mejor ley posible. Tampoco es la peor. Simplemente, creo que camina por el camino correcto: propicia la unidad de interpretación por todos los órganos administrativos. Regula de forma más precisa las actuaciones de Administración y particulares y las relaciones entre ellos que derivan del modelo de autoliquidación (inexistente en 1963). Tipifica mejor las infracciones. Vuelve, como antes de 1985, a decir que el verdadero defraudador es el que oculta y no el que interpreta mal la ley. Y castiga más al que oculta. Vuelve a decir que para comprobar lo declarado bastan, normalmente, los órganos de gestión y que la Inspección debe dedicarse, normalmente, no a comprobar a los que declaran, sino a descubrir a los que no declaran.

Y -saliendo al paso de fáciles demagogias- aclaro que en nuestra economía capitalista desarrollada no son -quizás desgraciadamente para un político demagogo- cuatro muy ricos defraudadores -que los hay y a los que hay que castigar debidamente-, sino centenares de miles de defraudadores medios de nuestra -afortunadamente- muy extensa clase media los que nutren las estadísticas sobre economía sumergida.

La nueva LGT refuerza -con todo lo dicho- la seguridad jurídica de los ciudadanos-contribuyentes. Y la seguridad jurídica (¿es preciso recordar a Rusia o Argentina, por ejemplo?) es fundamental para la buena marcha de una economía de mercado.

Y, además, copia de las democracias más avanzadas (Francia, Alemania, Inglaterra, EE UU, Italia; 11 de los 15 de la Unión...) lo que el legislador de los años setenta y ochenta no supo o no quiso copiar: soluciones pactadas entre Administración y administrados a la hora de resolver las discrepancias sobre la interpretación de la Ley Tributaria o la percepción de los hechos a los que se aplica.

Las actas con acuerdo y la revocación (con la que la Administración puede rectificar una actuación que ella misma considera equivocada) son las vías -muy tímidas, a mi juicio- abiertas por el Proyecto de LGT para la colaboración entre Administración y administrados en la más estricta aplicación de la ley.

No se trata de un "chalaneo" (¿se puede corregir así alguna situación conocida?); se trata de aplicar la ley por la Administración con la colaboración del ciudadano. Se trata de evitar los centenares de miles de pleitos que en los últimos años se han abierto por cuestiones meramente interpretativas. ¿Quién padece con ello? ¿Garantiza más la igualdad la interpretación unilateral del funcionario o del juez que la interpretación conjunta de la ley? En todas las democracias avanzadas se abren paso, de forma imparable, las soluciones extrajudiciales de los conflictos.

Pero aquí, en España -de nuevo, el Faro de Occidente-, quedan los últimos defensores de la pureza democrática en la aplicación unilateral de la ley por el funcionario o por el juez. Y no por el funcionario con la colaboración del ciudadano. ¡Dios mío! La participación del ciudadano en el ejercicio real y efectivo del poder es -para algunos- un ataque a la democracia.

Yo y otros muchos, afortunadamente, creemos que no. Creemos que la nueva LGT debiera caminar más decididamente a favor del acuerdo, la colaboración, la mediación y el arbitraje. ¿Con qué fin? Pues, entre otros, con uno muy simple: evitar la amenaza, siempre latente, del secuestro de la democracia por la burocracia; reservar, siempre que sea posible, el poder real y efectivo para el pueblo, que es -también según nuestra Constitución- su único titular.

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