Columna

Honores

No soy partidario de desenterrar a los muertos de la Guerra Civil, como quieren hacer en Granada, en las Alpujarras y Alfacar, donde hay fosas comunes. Ejecuciones en masa como las de Granada fueron la base del régimen de Franco y su vida perdurable, aunque luego el terror fuera menguando. Todavía, en algunos momentos, parece de ayer mismo una guerra de hace casi un siglo. Yo atribuyo este poder de supervivencia al empeño con que defienden el franquismo gentes que se consideran demócratas. El PP jamás ha condenado al régimen de Franco, que, según sus adeptos, desempeñó una labor fundamental pa...

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No soy partidario de desenterrar a los muertos de la Guerra Civil, como quieren hacer en Granada, en las Alpujarras y Alfacar, donde hay fosas comunes. Ejecuciones en masa como las de Granada fueron la base del régimen de Franco y su vida perdurable, aunque luego el terror fuera menguando. Todavía, en algunos momentos, parece de ayer mismo una guerra de hace casi un siglo. Yo atribuyo este poder de supervivencia al empeño con que defienden el franquismo gentes que se consideran demócratas. El PP jamás ha condenado al régimen de Franco, que, según sus adeptos, desempeñó una labor fundamental para la civilización de Occidente: dicen que Franco y sus militares salvaron a España de una revolución comunista, anticipándose así al magno esfuerzo que más tarde asumirían los Estados Unidos de América.

Ésta es la versión que encuentro en uno de esos semanarios que dan gratis en los bares ingleses e irlandeses de Nerja, y coincide exactamente con lo que siempre mantuvo la propaganda franquista. En otro periódico, el Times Literary Supplement, Helen Graham apuntaba en julio que, bajo Franco, la historia se transformó en una rama de la propaganda estatal escrita principalmente por sacerdotes, policías y políticos del régimen. Lo malo son las pruebas documentales, que surgen incluso en los sitios más tontos, más intrascendentes: por ejemplo, quien quiera borrar lo que fue el franquismo debe esconder fotos de una Feria de Málaga de principios de los años cuarenta, con banderas nazis ondeando en la caseta donde bailan las mujeres vestidas de gitana. ¿Hay que olvidarlo? La misma Helen Graham liga la apertura de las fosas comunes de la Guerra a los deberes de la memoria.

¿No basta con localizar y señalar las tumbas honorablemente y honrando, nombre por nombre, hasta donde sea posible, a cada enterrado? Juan Caballero, alcalde de Alfacar, le contaba a Carlos E. Cué que aún queda terror en un pueblo donde todo el mundo vio muertos en los campos y las carreteras. Aún planean los fantasmas de la guerra, dice. Pero, puesto que no deben de quedar muchos que vieran con sus ojos a los muertos, ¿para qué desenterrarlos entonces, como defiende el alcalde? ¿Para que los vea quien no los vio y sigan viviendo los espíritus? Sabemos que los muertos existen. Nadie tiene que descubrírnoslos. Y es hora de aceptar que siempre habrá varias y contrapuestas historias de la Guerra Civil, franquistas y no franquistas, irreconciliables en el fondo, según los muertos que nos conmuevan más a unos y otros, por decirlo con aspereza.

Llamaron al forense cuando este verano aparecieron huesos en las Alpujarras y el forense dijo que eran humanos, pero de hace más de 20 años: crimen prescrito. No prescriben los crímenes contra la humanidad. Pero éste no es el caso, por acuerdo entre los españoles. El problema es que los muertos y los vivos del bando franquista siguen gozando de extraordinario honor: dan nombres a calles y se les conmemora en lápidas y monumentos. Es muy distinta la consideración pública que han merecido los derrotados, a quienes se les pidió olvido después de las vejaciones del inacabable régimen de posguerra.

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