Análisis:

En plena expansión presupuestaria

Las autoridades del Ministerio de Hacienda han presentado en el Congreso los datos de la ejecución del Presupuesto del Estado correspondientes a 2002. En este último ejercicio aumentó el endeudamiento del Estado en 7.176 millones de euros. De esta cantidad, tan sólo un tercio, 2.626 millones de euros, se destinó a financiar el déficit de caja del Estado. El resto del endeudamiento, una cifra sensiblemente mayor, 4.541 millones de euros, fue a financiar esa amplísima gama de actividades públicas (en política industrial, tecnología militar, internacionalización de las empresas, cooperación al de...

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Las autoridades del Ministerio de Hacienda han presentado en el Congreso los datos de la ejecución del Presupuesto del Estado correspondientes a 2002. En este último ejercicio aumentó el endeudamiento del Estado en 7.176 millones de euros. De esta cantidad, tan sólo un tercio, 2.626 millones de euros, se destinó a financiar el déficit de caja del Estado. El resto del endeudamiento, una cifra sensiblemente mayor, 4.541 millones de euros, fue a financiar esa amplísima gama de actividades públicas (en política industrial, tecnología militar, internacionalización de las empresas, cooperación al desarrollo y creación de infraestructuras hidráulicas, viarias y ferroviarias) que las autoridades españolas vienen llevando a cabo pero que dejan de computar a la hora de presentar el déficit público.

"La continua elevación del endeudamiento del Estado no es sino la manifestación de la vuelta al déficit público"

A partir de estos datos, es útil tratar de averiguar la adecuación coyuntural y la orientación cíclica que con su impacto ocasionan los programas de ingreso y de gasto público. Con mecánica reiteración, se dice que la política fiscal -en el sentido anglosajón del término- es neutral, al limitar el espacio que el Gobierno concede a sus propias actuaciones discrecionales, lo que implica que reduce la capacidad de influencia de sus decisiones.

Pero además se argumenta que este tono está acompañado de una situación muy diferente, ya que participamos en la Unión Europea en procesos que estrechan vínculos comerciales y financieros, fijan objetivos de estabilidad macroeconómica, para alcanzar cuanto antes un alto grado de sincronía en la marcha de la economía de los miembros de la misma.

Por ello, está establecido un reparto competencial que permite disponer de instrumentos cuyo uso es el que determina la calidad de la política que cada Estado lleva a cabo. O, lo que es lo mismo, la valoración que ésta merece pasa por evaluar la contribución que se haga a la estabilización del ciclo económico. En este sentido, una buena política fiscal debe ser anticíclica: expansiva en las recesiones y contractiva en las expansiones.

Así se actuó en España durante el periodo comprendido entre 1996 y 1998. En él, el Gobierno orientó la política económica hacia la corrección de los desequilibrios, saneó las finanzas públicas al reducir el déficit en casi cuatro puntos. La respuesta del crecimiento económico a esta estricta política fiscal fue favorable, al registrarse alzas destacadas.

El momento más dulce se consiguió en 1998, cuando cristalizó una óptima combinación de crecimiento con estabilidad. A partir de entonces, pese a que era conveniente el perseverar en la seriedad de la política fiscal, se deja a un lado su orientación anticíclica. El Gobierno cambia el signo de la política que venía aplicando para pasar a estimular los aumentos de la demanda interna, recurriendo a una regresiva reforma del impuesto sobre la renta de las personas físicas (IRPF).

La respuesta que recibió el giro producido fue dispar. El crecimiento se mantuvo algunos trimestres, hasta el primero de 2000, para ir declinando progresivamente a partir de esta fecha. La estabilidad se vio rápidamente sacrificada, puesto que se incurrió en el error de aumentar la inyección pública de recursos precisamente cuando más se crecía. El resultado fue el lógico, apareció un crecimiento cada vez más desequilibrado.

En estos años centrales del septenio conservador, el control presupuestario se hizo más laxo, la reducción del déficit público fue la mitad de la efectuada en la etapa anterior, que además se apoyó sólo en la buena marcha del ciclo.

La renuncia al efecto anticíclico estuvo acompañada de una actuación recostada en unas excelentes condiciones monetarias, en un tipo de cambio depreciado y en unos tipos de interés que, durante un espacio dilatado de tiempo, siguieron una estela históricamente a la baja. El precio que se pagó por esta acomodación fue la reaparición de la inflación, que se produjo con tanta fuerza que pasó a convertirse en el principal protagonista de la escena.

A partir de ese momento, las cosas fueron a peor. El crecimiento enflaqueció, en el periodo comprendido entre los años 2001 y 2002, a la vez que las reformas se archivaron. Los diferenciales de inflación dejaron de estar acompañados de ganancias de productividad. Trimestre a trimestre, se vio cómo empeoraba el manejo de la economía, ya que los modestos aumentos que alcanzaba estaban siempre situados por debajo del producto potencial. El débil crecimiento y los abundantes desequilibrios pronto mostraron que el seguir avanzando por el territorio de la estabilidad presupuestaria entrañaba grandes dificultades.

Pese a reunir excelentes condiciones para haber producido un confortable superávit en las cuentas públicas, el modelo político de crecimiento que se había desplegado desde el segundo quinquenio de los noventa se agotó sin conseguir el equilibrio presupuestario. Cuatro años consecutivos de política fiscal procíclica desvanecieron por completo los discursos conservadores: la actividad presupuestaria del Estado dejó de ser neutral, pasando a tener un tono diferente.

Basta con unos pocos datos para ratificar este planteamiento. En 2002, como en el año anterior, el endeudamiento del Estado ha vuelto a aumentar en un billón de las viejas pesetas. Los precios se elevaron en un 4%; a la vez que esto ocurría, si se proyectara a todo el ejercicio el crecimiento del último trimestre, veríamos cómo sólo se había elevado el 1,3%. Tristes resultados para una política fiscal que no pudo ni maximizar el crecimiento ni el bienestar, ni conseguir eso que eufemísticamente se denominó "práctico equilibrio". El crecimiento se ha estancado pese a la permisividad de los programas de ingreso y de gasto público. Los precios, si se miden desde el inicio de la Unión Económica y Monetaria, mediante un índice armonizado, se ve cómo crecieron en España cinco puntos más que en la media de la zona euro y siete puntos más que la media de Alemania y Francia.

Por lo tanto, nos hallamos en una situación en la que el Gobierno ha renunciado a emplear de forma activa los instrumentos que posee para regular el exceso de demanda. Su indolencia hace que lleve años dando señales inequívocas de impotencia al no anular ni compensar las tensiones desequilibradoras que desencadena la política monetaria que se ve obligado a aplicar el Banco Central Europeo.

Pero quizás tengamos que admitir que las cosas pueden volverse aún más complejas: son muy abundantes los riesgos que, en el ejercicio de 2003, se proyectan sobre el objetivo de equilibrio presupuestario. Las reducciones fiscales permanentes, la ampliación de los gastos que se vienen situando fuera del control presupuestario, junto con autorizaciones de otros gastos cuya tasa de crecimiento aumenta por encima de la que se considera que experimentará el nominal de la economía, han deslizado la política fiscal española hacia una nítida expansión presupuestaria.

Se cierra, pues, un periplo que se inició en 1996 buscando el rigor fiscal. Antes, en 1999, y ahora en 2003, el PP ha arrojado lastre, empujado por el afán de permanecer en el poder. En ambas ocasiones desencadenó un proceso secuencial que es bueno conocer. En 1999 prescindió de una trayectoria que conducía al superávit y en 2003 ha dejado en una esquina al equilibrio presupuestario. En este caso, la continua elevación del endeudamiento del Estado no es sino la manifestación de la vuelta al déficit público, sin que posea una idea precisa de la magnitud en la que lo pretende aumentar.

Perdido el horizonte que se había establecido, al PP se le ve atenazado por sus propias concepciones ideológicas, tratando de que no se note que ya está caminando en dirección contraria.

Francisco Fernández Marugán es diputado del PSOE por Badajoz.

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