Editorial:

Liberia respira

Con la partida del genocida Charles Taylor hacia su exilio nigeriano, la presión estadounidense resuelve uno de los problemas cruciales de Liberia, pero permanecen otros muchos para el atormentado país africano. Su sucesor provisional, Moses Blah, es un leal al dictador, de momento no reconocido por las tropas rebeldes que controlan la mayor parte del país y todavía asedian Monrovia; fuerzas, por lo demás, cuya ejecutoria sanguinaria es similar a las gubernamentales. Los Gobiernos africanos mediadores confían en que una conferencia regional perfile el futuro de Liberia y Blah ceda el mando den...

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Con la partida del genocida Charles Taylor hacia su exilio nigeriano, la presión estadounidense resuelve uno de los problemas cruciales de Liberia, pero permanecen otros muchos para el atormentado país africano. Su sucesor provisional, Moses Blah, es un leal al dictador, de momento no reconocido por las tropas rebeldes que controlan la mayor parte del país y todavía asedian Monrovia; fuerzas, por lo demás, cuya ejecutoria sanguinaria es similar a las gubernamentales. Los Gobiernos africanos mediadores confían en que una conferencia regional perfile el futuro de Liberia y Blah ceda el mando dentro de unos meses a una Administración interina.

Pero la incertidumbre lo domina todo en un país descoyuntado y diezmado por más de una década de guerra civil, de las varias iniciadas o provocadas por Taylor. Liberia carece de economía, de ley y orden, y el Estado es virtualmente inexistente, salvo como agente de pillaje. Violencia, corrupción e inseguridad generalizadas son la herencia de un déspota que ha esquilmado la nación y previsiblemente seguirá influyendo en sus asuntos desde la vecina Nigeria.

Políticamente, el mal endémico de África, tras los devastadores procesos de colonización y descolonización, es su sucesión de tiranos y ladrones sin castigo. Taylor está acusado de crímenes de guerra en Sierra Leona, y su caso es una ocasión histórica para cortar este círculo vicioso de pactos que permiten a grandes criminales -por ejemplo, al etíope Mengistu Haile Mariam, bajo el cobijo de Robert Mugabe, o a Milton Obote, brutal sucesor de Idi Amín, resguardado en Zambia- escapar a la justicia. Todo volverá a ser lo mismo, en Liberia y en otros lugares igualmente sometidos, mientras no cambie esa cultura política.

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Los africanos no deben recibir una vez más el mensaje equivocado. A corto plazo, pactar con los genocidas puede parecer la mejor forma de librarse de ellos. Pero a la larga sirve de aliento a otros criminales. En Liberia se tardará años en construir los fundamentos de un sistema medianamente democrático, y sólo un poder externo fuerte podría tener la capacidad de garantizar esa transición. Ese poder, hoy, no puede ser más que EE UU. Washington, por sus especiales relaciones con aquel país y que tiene ya a sus marines en las costas de Monrovia, debería impulsar el cambio y llevar ante los jueces al hombre que se ha despedido de Liberia prometiendo volver.

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