Análisis:

'S'ha acabat la feina'

El pueblo ha hecho vida en la fábrica y la empresa vertebró la comarca, de manera que a día de hoy no se sabe muy bien dónde empieza Prats y acaba Sant Bartomeu ni si el Lluçanès depende de Osona o del Bages, descuartizado como lo tienen, fácilmente reconocible desde la historia y la geografía y, sin embargo, no reconocido. De tanto como mandó Pepito en un sitio y en otro, para suerte de muchos sin oficio ni beneficio, cuesta hacerse la idea de dónde habrá que buscarse la vida, si con los señores de la carne de la Plana de Vic o abriendo la casa a cuantos están de paso, a mitad de camin...

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El pueblo ha hecho vida en la fábrica y la empresa vertebró la comarca, de manera que a día de hoy no se sabe muy bien dónde empieza Prats y acaba Sant Bartomeu ni si el Lluçanès depende de Osona o del Bages, descuartizado como lo tienen, fácilmente reconocible desde la historia y la geografía y, sin embargo, no reconocido. De tanto como mandó Pepito en un sitio y en otro, para suerte de muchos sin oficio ni beneficio, cuesta hacerse la idea de dónde habrá que buscarse la vida, si con los señores de la carne de la Plana de Vic o abriendo la casa a cuantos están de paso, a mitad de camino de la playa y la montaña, o sea, ni una cosa ni otra.

La gente se había acostumbrado tanto a Hilados y Tejidos Puigneró, a su fábrica y a sus empleados, a sus telares y a sus camiones, a sus coches aparcados en la calzada, que le echará de menos. Pepito siempre puso un plato en la mesa para el niño que ya no quería volver a la escuela y prefería empujar una carretilla, para la moza casadera que igual tejía que limpiaba el almacén, para la madre que necesitaba la noche o la madrugada para sacar adelante a los críos o para el padre que después de haber renegado de la tierra se refugiaba del tiempo entre las paredes que por fuera hacían de calle y por dentro de obra. Muchos fueron los que le echaron horas y más horas en Puigneró.

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Justamente porque sabía lo que costaba un trozo de pan, Pepito dio de comer a multitud de familias. Asegurada una mano de obra barata, una jornada laboral ininterrumpida y una alta productividad, Puigneró se hizo el amo -por no decir el cacique- hasta el punto de que fue alcalde para no tener que discutir con nadie cómo poner Sant Bartomeu a sus pies. Quedó el pueblo a medida de la empresa, y Puigneró hizo las mil y una, burlando la ley, haciendo trampa, cobrándose el servicio. Ayudó a abrir la tierra entre Sant Bartomeu y Perafita, a fin de llegar por carretera hasta la fábrica de Prats, también cerrada, pero contaminó el aire y el agua sin reparar en la manera de producir energía ni de echar colorante a un río ya cargado de purines.

Pobre de quien no le rindiera pleitesía o le llevara la contraria después que hubiera duplicado la población con trabajadores llegados desde Extremadura, Andalucía o el Magreb. A cambio de miles de puestos de trabajo, Pepito silenció a los sindicatos y consiguió la complicidad de la Administración, que no sólo le dejó hacer lo que le vino en gana, sino que le eximió de cualquier obligación, incluso la de pagarle, y sostuvo artificialmente la empresa. Falto de gestión y profesionalización, de estrategia y especialización, Puigneró duró lo que tardó en reventar el sector textil, y sus clientes encontraron la ropa más barata en el mercado asiático que en Sant Bartomeu. La empresa ha cerrado por caduca después que Pepito haya cedido una vez jubilado, incapaz la una de vivir sin el otro para desgracia del pueblo y también de la comarca.

Pocos le discutieron en casa, y quienes lo hicieron tuvieron que marcharse, de la misma manera que más de un alcalde del Lluçanès se cruzó de brazos y encomendó su suerte y la de sus vecinos a la de Puigneró. De ahí que el drama alcance tanto a la localidad como a la comarca, que se han quedado con centenares de trabajadores que en su vida sólo han trabajado para el Pepito.

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