Editorial:

Arafat mueve ficha

Yasir Arafat ha dado finalmente un primer paso hacia la reforma de su régimen nombrando un primer ministro con poderes limitados. La elección, refrendada por el Parlamento palestino, ha recaído en Abu Mazen, veterano número dos de la OLP -y favorito de Washington para el cargo-, que llevará los asuntos del día a día y podrá designar a su Gabinete. La última palabra sobre seguridad y negociaciones con Israel, sin embargo, sigue en manos de Arafat, quien también tiene poderes para despedir al primer ministro y aprobar sus nombramientos. Todo indica que el sistema palestino derivará poco a...

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Yasir Arafat ha dado finalmente un primer paso hacia la reforma de su régimen nombrando un primer ministro con poderes limitados. La elección, refrendada por el Parlamento palestino, ha recaído en Abu Mazen, veterano número dos de la OLP -y favorito de Washington para el cargo-, que llevará los asuntos del día a día y podrá designar a su Gabinete. La última palabra sobre seguridad y negociaciones con Israel, sin embargo, sigue en manos de Arafat, quien también tiene poderes para despedir al primer ministro y aprobar sus nombramientos. Todo indica que el sistema palestino derivará poco a poco desde su actual presidencialismo absoluto a un modelo similar al de Egipto o Jordania, donde el jefe del Gobierno tiene poderes relativos.

El tiempo dirá si este cambio, forzado por la abierta hostilidad hacia Arafat de EE UU e Israel, pero también por la creciente desconfianza hacia el líder palestino de sus valedores en Europa, sirve para abrir un hueco a la esperanza en el ciclo infernal de violencia de Oriente Próximo. Por tímida que la reforma pueda parecer -es difícil imaginarse al nuevo primer ministro desafiando a quien le ha nombrado y representa ante el mundo el rostro de la causa palestina-, ha de considerarse significativa en un marco político donde Arafat ha ejercido durante décadas una autoridad sin ningún contrapoder.

Ariel Sharon ha venido esgrimiendo la democratización palestina (un eufemismo para designar la defenestración de Arafat) y el cese del terrorismo como argumentos sine qua non para hablar de paz. En este sentido, Abu Mazen, un político moderado y crítico consistente de la nueva y sangrienta Intifada, que va a cumplir dos años y medio, tendrá que afirmar rápidamente su credibilidad. Y no le será fácil con los desarbolados recursos organizativos, económicos y humanos a los que el Ejército israelí ha reducido la Autoridad Palestina.

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El nuevo primer ministro no sólo tendrá que lidiar con un clima social desesperado que ve el recurso a la violencia como una salida legítima. Más específicamente ha de intentar controlar a un terrorismo multifacético en un escenario absolutamente degradado, donde la barbarie cotidiana gana con mucho la partida a la diplomacia. Como ejemplo, Hamás, el más sanguinario y eficaz de los grupos fundamentalistas que se oponen al apaciguamiento palestino, acaba de prometer que intentará matar a dirigentes israelíes para vengar el reciente asesinato de su cofundador por los helicópteros de Sharon.

Pero para avanzar hacia la paz en Oriente Próximo se necesitan dos, y nada hace pensar, retórica aparte, que el nuevo Gobierno de Ariel Sharon, fronterizo con el extremismo, esté preparado para retirar a su ejército de las ciudades ocupadas, hacer concesiones territoriales a cambio de seguridad o parar los asentamientos israelíes. Abu Mazen tendrá tiempo. En cualquier caso, la sincronizada agenda de Washington y Tel Aviv supedita cualquier iniciativa sobre uno de los conflictos más viejos del mundo al después de Irak.

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