Columna

Nuestro pueblo

Nuestro pueblo en una descripción bastante ajustada de nuestro mundo que circula por Internet. Si la Tierra fuera un pueblo de 100 habitantes, 57 de ellos serían asiáticos, 21 europeos, 14 americanos y 8 africanos. Estarían repartidos en 52 mujeres y 48 hombres; 30 blancos y 70 de otros colores de piel; 30 cristianos y 70 no cristianos; 89 heterosexuales y 11 homosexuales. Seis, todas ellas nacidas en EE UU, de estas 100 personas tendrían en sus manos el 59% de la riqueza del pueblo. Ochenta vivirían en alojamientos deficientes; 70 serían analfabetos; y 50 padecerían de malnutrición. Só...

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Nuestro pueblo en una descripción bastante ajustada de nuestro mundo que circula por Internet. Si la Tierra fuera un pueblo de 100 habitantes, 57 de ellos serían asiáticos, 21 europeos, 14 americanos y 8 africanos. Estarían repartidos en 52 mujeres y 48 hombres; 30 blancos y 70 de otros colores de piel; 30 cristianos y 70 no cristianos; 89 heterosexuales y 11 homosexuales. Seis, todas ellas nacidas en EE UU, de estas 100 personas tendrían en sus manos el 59% de la riqueza del pueblo. Ochenta vivirían en alojamientos deficientes; 70 serían analfabetos; y 50 padecerían de malnutrición. Sólo uno tendría un ordenador. Más de ocho de cada diez habitantes sufrirían una guerra, encarcelamiento, tortura y hambre. Y ocho privilegiados tendrían una cuenta en el banco, o algo de dinero en efectivo. Y si una persona tiene comida en la nevera, ropa, y un techo sobre su cabeza, es que es de los 25 más ricos del pueblo.

No puede ser un pueblo estable éste en que la pobreza, las desigualdades y la población crecen más rápidamente que la economía, y cuando ésta se estanca, los primeros en sufrir son los más desprotegidos. La redistribución de los ingresos y las oportunidades es algo necesario, no sólo para generar mayor riqueza para todo el mundo. Ford ya lo entendió cuando lanzó su Modelo-T y le prestó dinero a los empleados para comprarlo. África es la mayor bolsa global de pobreza. Pero el continente más desigual es América Latina. Lula asume pasado mañana la presidencia de Brasil, el mayor Estado de América Latina pero en su centro uno de los políticamente más débiles en razón de una descentralización que le asemeja a una confederación en la que las gobernadurías de los Estados federados tienen casi tanto poder como el Gobierno central. La gran tarea de Lula es luchar contra la desigualdad no sólo por cuestión moral o de justicia social, sino para sacar a su país de la crisis. No es posible que las crisis, como ha ocurrido en Argentina o en una parte de Asia, destruyan capas enteras de la población, clases medias que engrosan las filas de los pobres. ¿Podrá Lula solo, o habrá más bien que avanzar hacia lo que Joseph Stiglitz llama una "socialdemocracia global"?

Es la desigualdad la que impide a América Latina salir de su círculo vicioso. El presidente saliente de Brasil, Fernando Henrique Cardoso lo intentó, cumpliendo el paradigma del llamado Consenso de Washington y con una marcada política social, con logros importantes en materia de inflación, reducción de la mortalidad infantil, o un aumento de la escolarización primaria, pero, al cabo, fracasando. Algo tardíamente, está creciendo el consenso entre economistas y políticos de que el acceso desigual a la tierra, a la educación y a otras posibilidades vitales contribuyen directamente a la falta de crecimiento suficiente y a la perpetuación de la pobreza, como recoge un estudio del profesor de Stanford Terry L. Karl, (The vicious cycle of inequality in Latin America, publicado por el Instituto Juan March de Estudios e Investigaciones), que pone de manifiesto cómo en Brasil y en buena parte de América Latina, el problema que el fallecido Rawls llamaba la "lotería del nacimiento", se mezcla con la "lotería de las disponibilidades". Y éstas y el poder suelen ir de la mano por lo que la política tiene mucho que ver con la situación creada, sobre todo por la baja calidad del gasto público y, según este estudio, al privilegiar, en parte debido a la herencia colonial, a las clases privilegiadas. Así, las pautas de gasto público tienden, por ejemplo, a concentrarse en la educación superior frente a la primaria, pese a algunos esfuerzos en sentido contrario.

Con un nivel recaudatorio bajo, está por ver cómo Lula resuelve la tensión entre expectativas y realidades. Comparar a Lula con Castro, gran repartidor de pobreza y falta de libertades, o con Chávez, parece equivocado. Lula puede, debe, ser algo nuevo. Su fracaso no lo sería sólo para Brasil, sino para América Latina y, en general, para nuestro pueblo. aortega@elpais.es

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