Tribuna:

La generación de 2002

Desde que se produjo la catástrofe del Prestige, vivimos unos momentos muy especiales, una verdadera convulsión ciudadana, cuyo dial oscila mareado y se detiene ora en la enésima constatación de la increíble inanidad del ejecutivo ante la crisis, ora en la repetida rabia por el destrozo -tal vez irreversible- del litoral gallego, ora en la sorprendente dificultad para que prospere la reclamación de responsabilidades al armador y a la petrolera. Es como si, de repente, se hubiese abierto la caja de Pandora y toda la incompetencia y la debilidad internacional del Estado español hubiese sa...

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Desde que se produjo la catástrofe del Prestige, vivimos unos momentos muy especiales, una verdadera convulsión ciudadana, cuyo dial oscila mareado y se detiene ora en la enésima constatación de la increíble inanidad del ejecutivo ante la crisis, ora en la repetida rabia por el destrozo -tal vez irreversible- del litoral gallego, ora en la sorprendente dificultad para que prospere la reclamación de responsabilidades al armador y a la petrolera. Es como si, de repente, se hubiese abierto la caja de Pandora y toda la incompetencia y la debilidad internacional del Estado español hubiese saltado a la palestra.

Vivíamos en el mejor de los mundos, nos habían hecho creer que España iba bien, que éramos uno de los grandes inversores internacionales, que contábamos en Europa y, si se me apura, en el mundo. Una propaganda insistente, hábilmente disfrazada de noticiario, nos quería convencer de que nuestros problemas eran los del nuevo rico, que había demasiada delincuencia porque atraíamos a los emigrantes, que la vivienda estaba carísima porque los pisos se vendían, que las parejas no se independizaban ni tenían hijos porque vivían a gusto en casa de los padres. Ahora conocemos la magnitud de la gran mentira.

El momento me recuerda, salvadas las distancias, a otro desastre naval, hace poco más de un siglo, cuando el hundimiento de varios barcos por nuestro "gran amigo americano" provocó una crisis de confianza que, a la larga, cambiaría la historia de España. Después de los desastres navales de 1898, ya nada fue igual.

Un sistema parlamentario tramposo, basado en la compra de votos y en la alternancia pactada de los dos grandes partidos en el poder, quedó arruinado para siempre. Un modelo de organización del Estado, consistente en la imposición de los intereses de la oligarquía dominante de la capital (aliada a las oligarquías provinciales, eso sí), hizo aguas, y los trabajadores y las regiones fueron conscientes de la opresión en la que vivían. En todo el país, pero especialmente en su periferia, los jóvenes se alzaron en ideas y se propusieron hacer tabula rasa del pasado. Doble llave al sepulcro del Cid, proclamó Joaquín Costa, y en este espíritu le siguieron muchos.

¿Tan grave fue la pérdida de los últimos restos del imperio colonial en 1898? A comienzos de aquel mismo siglo XIX, se habían independizado casi todas las colonias de ultramar y la autoestima de los españoles no padeció por ello. El problema del 98 fue un problema psicológico más que otra cosa. De repente, el pueblo descubrió lo ciego que había estado -aquellos periódicos que se burlaban del poderío militar de los yanquis y hasta de su hombría- y los hijos más conscientes de dicho pueblo reaccionaron en consecuencia. Pues bien, algo de esto ha sucedido ahora. Al pueblo español se le ha tenido engañado respecto a casi todo. Respecto a Europa, porque, llegada la hora de la verdad, no se sabe de ninguna disposición legislativa inmediata que se haya tomado en Bruselas, ni para pagar indemnizaciones ni para prevenir la repetición de la catástrofe.

Respecto a las bondades de la política neoliberal, de restricción del gasto público y abandono de los sectores sociales más desfavorecidos, porque el déficit cero y los bajos impuestos no darán de comer a los marineros gallegos.

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Respecto a la resistencia del medio ambiente frente a las agresiones, porque hasta ahora la naturaleza había soportado, aunque a duras penas, que la sacrificasen a los intereses especuladores de la construcción desenfrenada en las zonas turísticas e, incluso, empezaba a resignarse a la desertización de grandes espacios húmedos, pero ahora se ha rebelado y todo, todo el turismo (y lo que no lo es) se ha ido al garete.

El desastre es, pues, absoluto. Pero no sólo el desastre ecológico, como empiezan a reconocer a regañadientes. Peor es el desastre psicológico, el estado de desánimo y de pérdida de confianza en que la catástrofe ha sumido a los ciudadanos españoles. Es evidente que los que tengan que pagar un precio político lo pagarán, y bien caro. Mas esto es lo de menos. Mucho peor es que los trabajadores sientan que no pueden confiar más que en ellos mismos, que las regiones se pregunten dónde estaba el Estado cuando hizo falta. Sólo se vislumbra una rendija de luz en tan ensombrecido horizonte y se llama voluntarios. Resulta que esos jóvenes a los que creían idiotizados con el alcohol del botellón y con los concursos basura de la TV, esos desgraciados que se conformaban con empleos de usar y tirar, no se lo han pensado dos veces y, sin que nadie los llame, se han plantado en Galicia a recoger -nunca mejor dicho- su grano de arena alquitranada. Dicen que el vertido continuará aún mucho tiempo. Peor para el sistema: ellos seguirán también allí y con cada paletada de fuel que se lanza al contenedor se irá consolidando un estado de opinión regeneracionista. Como en 1898. El futuro de un país pertenece a sus jóvenes y los nuestros, la generación de este fatídico 2002, se ha plantado. Todavía hay esperanza.

Ángel López Gárcía Molins es catedrático de Teoría de los Lenguajes de la Universidad de Valencia. (lopez@uv.es)

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