Columna

La presidencia toma color

A fin de los años sesenta, la presidencia de algunos países latinoamericanos había empezado a tomar color. Cuando un general Torres se alzó a la primera magistratura de Bolivia, Le Monde tituló con un scoop al que le faltaban 30 años para confirmarse: 'La montée de l'indien'; el ascenso del indio. En ese tiempo, otro militar, Velasco Alvarado, al que llamaban el chino por los rasgos orientales que puede tener el indígena andino, gobernaba en Perú. Pero tanto él como su colega boliviano, ambos militantes de una izquierda cuarterona de marxismo y atiborrada de ...

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A fin de los años sesenta, la presidencia de algunos países latinoamericanos había empezado a tomar color. Cuando un general Torres se alzó a la primera magistratura de Bolivia, Le Monde tituló con un scoop al que le faltaban 30 años para confirmarse: 'La montée de l'indien'; el ascenso del indio. En ese tiempo, otro militar, Velasco Alvarado, al que llamaban el chino por los rasgos orientales que puede tener el indígena andino, gobernaba en Perú. Pero tanto él como su colega boliviano, ambos militantes de una izquierda cuarterona de marxismo y atiborrada de populismo, habían tomado el poder por la vía del golpe. Medraba la pirotecnia castrista y todavía no era sólo un póster el Che.

Alberto Fujimori, de nuevo en Perú, en el fondo más extranjero que los propios conquistadores españoles, avisaba ya de que algo podía estar cambiando a comienzo de los noventa. Desde entonces, dos representantes del antiguo orden, o percibidos como tales, Mario Vargas Llosa y Javier Pérez de Cuéllar, intentaban inútilmente alcanzar la presidencia, y su relevo, impecablemente democrático, Alejandro Toledo, tenía más que ver en lo antropológico con Velasco o con Torres que con cualquiera de los antecesores elegidos según debido proceso del japonés de Lima.

En 1998, y pasando por unas urnas perfectamente homologadas, un ex comandante golpista, Hugo Chávez, con el color de las castas menos favorecidas de la colonia, llegaba a presidente de Venezuela. Hace tan sólo unos meses, un indígena apenas maquillado por lo poscolombino, Evo Morales, ganaba la primera vuelta de las elecciones bolivianas, y únicamente una ley que permite las sumas y restas de candidatos para la segunda vuelta devolvía la presidencia allí donde solía: Germán Sánchez de Lozada, donde únicamente la z de su segundo apellido y el acento americano podían hacer dudar de su procedencia histórica.

Y, en la ultimísima hornada, otro militar con tez de valle andino, Lucio Gutiérrez, ganaba una primera vuelta a la presidencia de Quito. Es verdad que Ecuador ya había mostrado una notable flotabilidad del sufragio eligiendo en los últimos años a dos turcos, Abdalá Bucaram y Jamil Mahuad. Pero ambos, sin ser colonia, tampoco representaban lo autóctono, como le ocurría a otro libanés, Julio César Turbay, elegido hace ya dos décadas en Colombia. La sorpresa habría sido, al contrario, que saliera el tenuemente aindiado Jorge Eliécer Gaitán, que para algo fue asesinado en el bogotazo de 1948. Y en ese mismo sentido, la elección el domingo pasado de Luis Inácio da Silva en Brasil, aunque novedad, lo es mucho más política que antropológica. Por dura que haya sido la carrera de Lula hasta la presidencia, no le ha exigido viajar de un mundo a otro, sino sólo de una clase a la de arriba. Es sólo ahora, por tanto, cuando parece que se completa por la vía del sufragio aquel primer tiempo, hace más de 30 años, en que lo atezado se empeñaba en levantar cabeza.

¿Constituye todo ello una tendencia, una nueva época, la confirmación de aquella anticipada ascensión del indio, o de algún tipo de mestizaje basado en lo autóctono? ¿O es sólo el fin del gobierno de dirigentes desacreditados, despilfarradores de la riqueza del país, como en Venezuela, o incapaces de organizar la colectividad como un Estado en tantos otros sitios? O, quizá, una mezcla de todo lo anterior, que encarna ahora en un color diferente la protesta contra el mal gobierno, propio de todas las épocas.

Seguramente es pronto para determinar lo que está ocurriendo en Indoamérica o Mestizoamérica, pero bien hará la diplomacia europea y, sobre todo la de España -que es la Europa de la gran mayoría de latinoamericanos-, tomando buena nota de ello. Ésta es la hora en que España, tan necesitada de brazos forasteros para lo que sus brazos domésticos desdeñan, precisa que la emigración de ese mundo que amanece elija la península Ibérica para construirse una nueva vida, la suya y la nuestra. Cuanta más Mestizoamérica haya en España, y que, en su día, ese paisanaje adquiera pasaporte español, mejores oportunidades habrá de diplomacia activa en el hemisferio occidental. España será un país euroamericano o no será.

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