Tribuna

Proceso de descomposición social

El triunfo socialista en 1982, ya con la Constitución democrática proclamada y con un sistema estatutario ampliamente consensuado, suponía, por fin, el cierre del círculo de liquidación del franquismo. Los Gobiernos anteriores habían seguido revelando rasgos de tutela: desde la muerte de Franco habíamos tenido que asistir a un cambio que, aunque claramente democrático desde la vigencia de la norma constitucional, había sido tutelado por franquistas conversos, camisas azules como Fernández Miranda y luego -luego y sobre todo- Adolfo Suárez. Hacía falta que el lema del cambio -'libertad, amnistí...

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El triunfo socialista en 1982, ya con la Constitución democrática proclamada y con un sistema estatutario ampliamente consensuado, suponía, por fin, el cierre del círculo de liquidación del franquismo. Los Gobiernos anteriores habían seguido revelando rasgos de tutela: desde la muerte de Franco habíamos tenido que asistir a un cambio que, aunque claramente democrático desde la vigencia de la norma constitucional, había sido tutelado por franquistas conversos, camisas azules como Fernández Miranda y luego -luego y sobre todo- Adolfo Suárez. Hacía falta que el lema del cambio -'libertad, amnistía y Estatuto de autonomía', un lema más correcto métricamente en catalán, que es donde lo enarbolaron principal-mente- llevara al Gobierno en España también a los demócratas de origen. Bueno es que, en el camino, nos haya apoyado Suárez, ese Odiseo 'fértil en astucias', a quien hoy le damos una calificación democrática desproporcionada: 'All's well that ends well'. Y, en todo caso, mejor es que la trayectoria la haya llevado este falangista, tras su conversión 'tumbativa' cerca de su particular Damasco, que no Fraga, el energúmeno que nos quería dirigir a su democracia 'manu militari'.

Entonces se abrió una esperanza: la de que socialistas y nacionalistas forjaran una política común capaz de terminar con la violencia

El triunfo socialista supuso la posibilidad de construir el propio modelo, sin más hipotecas que las de la inercia económica, y, a partir de ahí, de enfrentarse a los logros y errores propios. Los primeros fueron notables, tanto en política europea como internacional y social. Pero no se trata en este momento de establecer un balance de actuaciones, sino de limitarme a unos puntos de consideración. Así dejo de lado las importantes luces, más que las sombras, de la política económica y de infraestructuras, pero también las importantes sombras de la corrupción, justamente castigada, aunque siempre más castigada cuando incurre en ella un partido de izquierda que uno de derecha, nacionalista o estatalista.

Pero ha habido una esperanza abierta en esos días, que no se ha cumplido: la de que socialistas y nacionalistas forjaran una política común capaz de terminar con la violencia. Pues el tantas veces mencionado 'problema vasco' es éste, la violencia, y no algo de lo que la violencia sea expresión.

El proceso abierto entre nacionalistas y socialistas me temo que ha sido de progresivo distanciamiento, lo que ha creado una separación creciente en la sociedad vasca, en la que han predominado las fuerzas centrífugas sobre las centrípetas. Un proceso que se anunciaba ya cuando parecía que se mostraba lo contrario, esto es, cuando a comienzos de 1987, en la segunda legislatura socialista, se formaba el primer Gobierno de coalición en el País Vasco. El pacto se producía después de que el Partido Socialista, todavía en estado de gracia, hubiera sido el primero, con dos parlamentarios más que el Partido Nacionalista, pero que se hizo cediéndole a Ardanza la Lehendakaritza. Nunca fue respetada por los nacionalistas la igualdad pactada.

Desde una perspectiva ética el engaño es, moralmente, una mala acción. Pero, en política, ¿quién actúa peor: el que engaña o el engañado? Si, como cada día me temo más, es el engañado el mayor responsable -responsable, no digo siquiera culpable-, creo que habría que entender que, mientras no reaccionemos ante esta situación, la responsabilidad nos va a seguir acosando. Luego, el conflicto se ha ido agrandando y exige una respuesta clara.

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Si el sometimiento a una nueva dinámica de cambio iba a suscitar la resurrección de viejos demonios, las razones para dar estabilidad a lo establecido son mayores que las que proponen el cambio. La política democrática implica el respeto a las mayorías, pero también el respeto a lo pactado como fórmula de convivencia. La Constitución da fe de que el Estado está constituido. Para denunciar el pacto constitucional (que siempre es un pacto de ciudadanos y no de identidades) en lugar de acatarlo, para promover el cambio en lugar de prestar fidelidad a lo pactado, es preciso que existan razones políticas suficientes. Mientras siga siendo eficaz la norma consensuada en la Constitución y el Estatuto, para resolver el problema de la convivencia entre ciudadanos divididos por su ideología nacional, mientras sea previsible que la alteración del pacto iba a ocasionar más perjuicios que beneficios, se impone la conservación de la Constitución.

Las reivindicaciones nacionalistas denuncian el pacto constitucional-estatutario, lo que supone una ruptura del modo como se ha pactado la estabilidad del Estado. No es que la Constitución no pueda modificarse. Es que, en primer lugar, la modificación que altera la misma estructura del Estado constituido debe ser mucho más excepcional que aquélla que lleva a retoques para fortalecer su función; en segundo lugar, que la modificación no puede presentarse como una ruptura del pacto, sino como un procedimiento abierto en el propio pacto constitucional. Es desde el cumplimiento del consenso establecido, y no desde su denuncia, como puede plantearse la oportunidad de su eventual modificación.

Las reivindicaciones nacionalistas son, además, inoportunas políticamente pues, en lugar de solucionar los conflictos de convivencia, los agudizan. La sociedad vasca es una sociedad dividida en dos partes aproximadamente iguales, pero con alternativas irreconciliables. La solución es un pacto constitucional y no la imposición de una decisión circunstancialmente mayoritaria. Es más leal cumplir los pactos y es más democrático solucionar por consenso los conflictos básicos de convivencia que denunciar los pactos y proclamar que el conflicto no está solucionado. Si fue necesario, para apaciguar el conflicto, la apelación a un consenso que superara el mero cálculo de mayorías sobre minorías, para modificarlo no es leal que la solución pase por la ruptura del consenso.

¿Qué derecho hay de afirmar que la autodeterminación puede ser planteada desde el ámbito de la comunidad vasca, mientras que se mantiene la pretensión de que el resultado de tal autodeterminación ha de ser proyectado a los ciudadanos de otros territorios, como los de Navarra y los del País vasco-francés? Cuando se mantiene una posición irredenta sobre otros territorios, es una quiebra democrática pretender que los ciudadanos de esos otros territorios no resulten afectados como ciudadanos con derecho a expresarse sobre esos temas, y no sólo en una ratificación final, sino desde el momento inicial. Nadie tiene derecho a opinar por ellos.

Pero ahora queda por plantear otro tema: mirando ya solamente al interior de la comunidad autónoma, cómo la pretensión de alterar el pacto constitucional-estatutario afecta a la misma razón de ser, o a la misma estructura de legalidad, de la comunidad autónoma. No es coherente pretender que Euskadi, como comunidad, sea, al mismo tiempo, afirmada y negada. Euskadi, como comunidad autónoma, existe por el Estatuto y por la Constitución. Si se denuncia a Euskadi, como Estatuto dentro del sistema constitucional, se ha denunciado al sistema de legalidad que le da su razón de ser a Euskadi. El complejo sistema de soberanismo y de autodeterminación constitucional queda roto, y lo que queda vivo era lo que existía antes de que el Estatuto fuera afirmado: las tres provincias vascongadas. Fuera del Estatuto y de la Constitución no existe Euskadi, como sistema de legalidad. Denunciado el pacto constitucional-estatutario, ninguno de los territorios históricos que el Estatuto proclamaba está ligado por ese pacto, y cualquiera de ellos puede plantear sus propias aspiraciones políticas, sin estar ligado a los otros territorios.

Pero nada de esto incluye la violencia. Menos aun se debe entender que la violencia exista como condición para la solución de ese pretendido conflicto. Si hay de verdad un conflicto, señalado como algo un problema que hay que resolver, éste es la violencia, y no el que la violencia afirma que ha de solucionar.

De la esperanza inicial en la construcción conjunta del país, entre nacionalistas y no nacionalistas, tarea que el socialismo pretendía cuando accedió al poder, se ha pasado a un áspero enfrentamiento desde el que el nacionalismo muestra su rostro insolidario e incluso difumina su enfrentamiento con los aliados de los violentos.

Dicen algunos que es preciso tender de nuevo puentes. Pero mal veo esta posibilidad cuando, además de proyectarse en una sola dirección, no se respetan las señales de tráfico.

José Ramón Recalde fue consejero socialista del Gobierno vasco.

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