Editorial:

Guatemala, ¿nunca más?

Un tribunal de apelación guatemalteco ha anulado la condena impuesta hace más de un año a tres militares y a un sacerdote por el asesinato en 1998 del obispo Juan Gerardi. Alega vicios de forma y ordena repetir un juicio que llevó más de dos años, en el que comparecieron un centenar largo de testigos y que concluyó con una sentencia de 30 años para un coronel, un capitán y un sargento pertenecientes a los infamantes escuadrones de la muerte camuflados como unidad de seguridad presidencial. Gerardi murió a golpes dos días después de presentar un informe de la Iglesia sobre la guerra suci...

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Un tribunal de apelación guatemalteco ha anulado la condena impuesta hace más de un año a tres militares y a un sacerdote por el asesinato en 1998 del obispo Juan Gerardi. Alega vicios de forma y ordena repetir un juicio que llevó más de dos años, en el que comparecieron un centenar largo de testigos y que concluyó con una sentencia de 30 años para un coronel, un capitán y un sargento pertenecientes a los infamantes escuadrones de la muerte camuflados como unidad de seguridad presidencial. Gerardi murió a golpes dos días después de presentar un informe de la Iglesia sobre la guerra sucia, Guatemala, nunca más, en el que se concluía que el 90% de las matanzas durante 36 años de guerra civil -más de 200.000 cadáveres- fueron obra de los militares.

La decisión del tribunal podría tomarse por una encomiable muestra de celo e independencia judicial si Guatemala, que puso fin en 1996 al enfrentamiento más largo y sangriento de Centroamérica, fuese una sociedad democrática. Pero no es así. Pese a haber dejado atrás sucesivas dictaduras castrenses y mantener una fachada civil, el país centroamericano que preside Alfonso Portillo vive en una atmósfera de violación de los derechos humanos, intimidación y protagonismo militar -y paramilitar- similar a la de sus años más sombríos. Muchos de los más comprometidos, jueces incluidos, han huido para proteger sus vidas. Una de las previsiones del acuerdo nacional que puso fin a la guerra era el desmantelamiento de la división de seguridad presidencial, reiteramente prometido y nunca cumplido por Portillo, que, por el contrario, ha aumentado sus presupuestos y los de organismos conexos.

La razón última de este estado de cosas es que el Ejército, un ejército impune, sigue siendo la más poderosa fuerza política del país. Y que sus hilos los sigue moviendo el jefe del partido gobernante y presidente del Parlamento, el ex general Efraín Ríos Montt, el más despiadado dictador de su historia reciente y a quien las organizaciones de derechos humanos intentar procesar por genocidio.

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Estos días está a punto de conocerse en Guatemala el desenlace de un proceso histórico -el primero por delitos cometidos durante la guerra sucia- contra tres jefes retirados, un general y dos coroneles, acusados de ordenar en 1990 el asesinato de una activista pro derechos humanos. Su condena podría abrir la puerta al enjuiciamiento de Ríos Montt y altos mandos anteriores como arquitectos de una política de atrocidades masivas. Pero la reciente decisión sobre el caso Gerardi recuerda a quienes quieran entender quién sigue mandando en Guatemala.

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