CARTAS AL DIRECTOR

Entre curas

Jaime Larrinaga, párroco de Maruri, es un ciudadano y sacerdote al que expreso mi solidaridad personal y mi condena de toda amenaza contra su persona y sus ideas. Lo hago de corazón: solidaridad con él y con todos los amenazados por oponerse a ETA, y con todos los silenciados, muchas veces, mediante autocensura, por discrepar de los fines del nacionalismo vasco. Y, aunque no es del momento, no se me olvidan los casos probados de tortura en diverso grado.

Tengo mil razones para dudar de la bondad política de una nota de afecto, como ésta; y mil y una, para escribirla. En una sociedad don...

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Jaime Larrinaga, párroco de Maruri, es un ciudadano y sacerdote al que expreso mi solidaridad personal y mi condena de toda amenaza contra su persona y sus ideas. Lo hago de corazón: solidaridad con él y con todos los amenazados por oponerse a ETA, y con todos los silenciados, muchas veces, mediante autocensura, por discrepar de los fines del nacionalismo vasco. Y, aunque no es del momento, no se me olvidan los casos probados de tortura en diverso grado.

Tengo mil razones para dudar de la bondad política de una nota de afecto, como ésta; y mil y una, para escribirla. En una sociedad donde tantos salen de caza, cada día, a la busca y captura de la mejor pieza mediática para su causa, hay una razón que desequilibra la balanza: el derecho de cada ciudadano, y hasta el deber, a pensar y decir con libertad lo que piensa y siente.

Muchos vascos nos hemos acostumbrado a callar; otros muchos, a admitir que las cosas de la identidad y los derechos nos las den pensadas; algunos, desde viejos y nuevos nacionalismos, a pensar por todos, y unos pocos, ¡ay!, demasiados, a dictar ideología y, llegado el caso, a perseguir y matar.

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No está mal que Jaime Larrinaga diga lo que piensa. Oigo el cuchicheo de que se pueden hacer y decir mejor las cosas. Seguro que sí. Pero, con mayor o menor fortuna mediática, es una actitud encomiable y un derecho irrenunciable, en la sociedad y en la Iglesia.

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