Columna

La iniciativa privada

Cuando todos éramos marxistas (no conviene atribuirse salvedades, que quizás tan sólo fueron fruto de la casualidad) resultaba difícil argumentar a favor del sector privado. Parecía que la lógica y la justicia exigían la propiedad pública de los medios de producción. Todavía más: en los brumosos años setenta, los círculos mejor informados predicaban que el sector público tenía de su parte la eficacia, mientras que el sector privado era un siniestro agujero dedicado a maximizar las ganancias egoístas y favorecer a un grupo de privilegiados. ¿Se acuerdan? Aquellos tiempos no quedan tan lejos. Qu...

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Cuando todos éramos marxistas (no conviene atribuirse salvedades, que quizás tan sólo fueron fruto de la casualidad) resultaba difícil argumentar a favor del sector privado. Parecía que la lógica y la justicia exigían la propiedad pública de los medios de producción. Todavía más: en los brumosos años setenta, los círculos mejor informados predicaban que el sector público tenía de su parte la eficacia, mientras que el sector privado era un siniestro agujero dedicado a maximizar las ganancias egoístas y favorecer a un grupo de privilegiados. ¿Se acuerdan? Aquellos tiempos no quedan tan lejos. Quizás participaron en ellos. Todos lo hicimos, de algún modo, aunque fuera en impetuosas tertulias de café.

El sector privado exige reverencias, mientras que lo público se ha convertido en cadaver

Pero con el paso del tiempo los movimientos pendulares de la historia nos han llevado al otro extremo. Ahora se predica, con no menor infalibilidad, que el sector público es un ejemplo de pereza, corrupción e ineficacia, mientras que el sector privado resulta un prodigioso benefactor que impulsa el avance tecnológico y garantiza el bienestar. Vivimos un momento de euforia liberal. El sector privado exige toda clase de reverencias, mientras que lo público se ha convertido en un vergonzoso cadáver que conviene minimizar. El reflujo impone una fe ilimitada en el mercado, en la iniciativa privada, presumiendo que a la larga resolverá todos nuestros problemas, según aquellas leyes que dictó hace tiempo Adam Smith.

El Círculo de Empresarios ha dado a conocer un documento titulado La necesaria modernización de las administraciones públicas. El autor, de entrada, no es un agente imparcial, pero sin duda eso no importa en un momento en que los liberales se creen en posesión de la verdad con la misma fe que en otro tiempo ostentaban los burócratas de cualquier comité central. El Círculo de Empresarios propone privatizar numerosas funciones públicas: servicios de asesoramiento, atención al cliente, informática, redes de comunicación, abastecimiento de bienes consumibles o flota de vehículos de todas las administraciones públicas. Se propone al tiempo cambiar 'el modelo actual de Estado' (ahí es nada), restringir las pensiones públicas, privatizar la enseñanza y 'abrir' la sanidad.

Hablar a estas alturas de las rémoras burocráticas de la administración sería justo, pero también redundante. Los poderes públicos son a menudo organizaciones lentas, insensibles e ineficaces, pero reconocer esos problemas no debería llevarnos al otro extremo.

La borrachera liberal nos conduce al prejuicio de suponer que el mercado obra siempre con eficacia, con diligencia, con auténtica bondad; el mercado genera riqueza y bienestar; al mercado, en definitiva, se lo debemos todo. Muy posiblemente, algunos liberales extremos aún nos ocultan su conclusión final: el Estado debería adelgazar hasta desaparecer, cosa que no les importaría porque la único función del mismo que de verdad interesaba (la seguridad) pueden cumplirla ya el sector privado.

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Pero los últimos escándalos financieros deberían devolvernos a la realidad. Frente a la apriorística eficacia con que funcionan las empresas, hay que recordar que también ocultan en su seno estructuras burocráticas e intereses espurios. Las empresas auditoras, paradigma de éxito social y excelencia profesional, se han revelado como vulgares trapisondistas dispuestos a ocultar las miserias de sus clientes auditados. Los consejeros de empresa engañan al accionariado con la misma impunidad con que un político engaña a los electores. La presunta armonía del mercado, suponiendo que el concierto de intereses privados desencadena por sí solo la general prosperidad, olvida que los intereses privados, además de concertarse, no dudan también en traicionarse, si eso conviene a alguna de las partes y no cuenta con demasiados escrúpulos.

Sin duda es mejor un Estado pequeño que uno grande. Pero tampoco hay que dudar de que tiene que ser fuerte. A algunas recalcitrantes 'personas de orden' habría que recordarles que incluso un chorizo que roba carteras en la calle es también un ejemplo, meridianamente claro, de iniciativa privada.

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