Tribuna:PIEDRA DE TOQUE

La tortuga y la liebre

Quienes se empeñan en utilizar el libro del Premio Nobel de Economía Joseph E. Stiglitz, El malestar en la globalización (Taurus, 2002), como un ariete en sus campañas contra la internacionalización de la vida y un mundo inter-dependiente, no lo han leído o lo han hecho de manera sesgada, concentrándose tan obsesivamente en la rama de sus críticas que perdieron la visión del bosque que el libro ofrece, más optimista de lo que aquellas críticas sugieren. El profesor Stiglitz sabe que la globalización es una realidad irreversible y que ella, según sus palabras, 'puede ser una fuerza benéf...

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Quienes se empeñan en utilizar el libro del Premio Nobel de Economía Joseph E. Stiglitz, El malestar en la globalización (Taurus, 2002), como un ariete en sus campañas contra la internacionalización de la vida y un mundo inter-dependiente, no lo han leído o lo han hecho de manera sesgada, concentrándose tan obsesivamente en la rama de sus críticas que perdieron la visión del bosque que el libro ofrece, más optimista de lo que aquellas críticas sugieren. El profesor Stiglitz sabe que la globalización es una realidad irreversible y que ella, según sus palabras, 'puede ser una fuerza benéfica' ya que 'su potencial es el enriquecimiento de todos, particularmente los pobres'. No lo es todavía, porque, a su juicio, está muy 'mal gestionada' y los causantes son las instituciones internacionales como el Fondo Monetario Internacional y el Departamento del Tesoro de los Estados Unidos -las bestias negras de su libro- cuyas políticas imprudentes y dogmáticas han tenido en los países en desarrollo un 'efecto devastador'.

Estas críticas no son nuevas, pero lo que da seriedad e interés a su libro es que el profesor Stiglitz, además de ser un profesional de prestigio, tiene una experiencia de servicio público de muy alto nivel, pues ha trabajado en el África y ha sido asesor económico del presidente Clinton y vice-presidente del Banco Mundial. Sus tesis y propuestas se sustentan en un conocimiento directo de los problemas y de las circunstancias sociales de los países pobres, algo de lo que a menudo carecen quienes, en los gabinetes del FMI, del Banco Mundial o los ministerios de Hacienda de los países desarrollados, fijan las políticas de salvamento a las naciones del tercer mundo que enfrentan crisis y se hallan al borde del desplome económico. Su afirmación de que es absurdo que los equipos del FMI hagan rápidas visitas a los países afectados (en 'hoteles de cinco estrellas'), en vez de tener allí funcionarios y técnicos permanentes que se impregnen de todo el contexto cultural, social y político sin el cual la percepción del problema económico será siempre insuficiente, no puede ser más atinada. Como lo es, también, su convicción, repetida hasta el cansancio, de que los grandes organismos financieros internacionales deberían confiar más en los técnicos y profesionales locales -que viven los problemas desde adentro y, por ejemplo, conocen la idiosincrasia de su gente- a la hora de diseñar sus programas de estabilización, si no quieren que estos fracasen por su falta de realismo y operatividad dentro de un determinado contexto histórico.

El malestar en la globalización es particularmente instructivo cada vez que abandona el plano esquemático y teórico y refiere ejemplos concretos. Como cuando, en el caso de Etiopía, muestra la total ineptitud de los funcionarios del FMI cuyo criterio, en vez de ayudar, perjudicó seriamente los esfuerzos bien orientados del Gobierno etíope para desarrollar el país. Pero que no siempre ocurre así lo prueba otro caso referido por el profesor Stiglitz, el de Botswana, una de las pocas sociedades africanas que ha tenido éxito en su política de desarrollo, a la que contribuyó una ayuda internacional eficaz.

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Los mejores capítulos del libro relatan los errores garrafales que el FMI y la comunidad financiera internacional cometieron en las dos crisis más traumáticas de los últimos tiempos: la del Este Asiático, en 1997, y la de la transición rusa, luego de la caída del Muro de Berlín, de un sistema económico estatizado y vertical a una economía de mercado. De una manera muy didáctica, el profesor Stiglitz demuestra que 'los fundamentalistas del mercado' equivocaron las recetas, exigiendo, por ejemplo, en el caso de Tailandia, una política de liberalización financiera y de los mercados de capitales que en vez de contener la crisis la multiplicó, generando efectos cataclísmicos en toda la región. En el caso de la transición rusa la presión del FMI en favor de una privatización a marchas forzadas, antes de que existiera un sistema legal que garantizara la propiedad privada, sirvió, entre otros desatinos, para que el paro se mutiplicara de manera vertiginosa, y las empresas públicas pasaran a manos de antiguos burócratas o gángsters que las saldaron llevándose sus capitales fuera del país o construyendo imperios industriales mafiosos, protegidos por los monopolios que concedía el Gobierno de Yeltsin a los amigos y compinches del presidente dipsómano. Las páginas en las que el profesor Stiglitz describe cómo los miles de millones de dólares que el FMI enviaba a Rusia para sostener su moneda salían hacia Suiza y otros paraísos fiscales a engrosar las cuentas de los flamantes 'capitalistas bribones' rusos producen mareos de indignación.

Ahora bien, reconociendo los muchos méritos del libro, es preciso señalar también sus limitaciones. La principal, para mí, es la casi exclusiva concentración del profesor Stiglitz cuando habla de globalización en su aspecto económico, como si el fenómeno de la inter-dependencia planetaria creciente se debiera sólo -o importara de manera prioritaria- al comercio. La verdad es otra, como, por lo demás, transpira de muchos de sus mismos análisis. En verdad, por importante que sea la economía, ella no agota en absoluto la creciente integración de los países en muchos ámbitos, empezando por el de las comunicaciones y siguiendo por los de la técnica, la ciencia, la cultura, los valores, los usos y costumbres, y, aunque todavía más débilmente, los de la salud, la justicia y la política. Si alguien como Milosevic está hoy rindiendo cuentas sobre sus latrocinios y crímenes ante un tribunal internacional ello se debe a ese fenómeno de globalización, que permitió, recordemos, llevar ante los jueces ingleses al general Pinochet (aunque luego la acción legal no prosperara). Estos avances sobre el pasado, todavía mínimos, para sancionar a los grandes sátrapas y tiranos que antes quedaban impunes, serán pronto una realidad, si el Tribunal Internacional recién creado funciona como es debido (y si los Estados Unidos eliminan sus reticencias a integrarlo).

El aspecto fundamental de la globalización no es el entramado mundial de los mercados, sino el avance de la legalidad y la libertad por todo el mundo, al mismo tiempo que el comercio, algo que sólo el sistema democrático garantiza. El desarrollo, entendido en términos estrictamente económicos, es un espejismo precario. Lo importante es que, con la economía, crezcan también la libertad, el respeto a los derechos humanos, la soberanía individual, las oportunidades de trabajo y superación, así como la protección jurídica. Si se disocia el desarrollo de esos otros aspectos de la civilización resulta difícil entender por qué los planes económicos no suelen dar los resultados previstos. Es la falta de democracia lo que frustra en la mayoría de los casos estos planes y los desnaturaliza, privándolos de esa 'transparencia' que con justicia reclama el profesor Stiglitz, y facilitando, a su amparo, los tráficos mercantilistas y la corrupción. No es menos sino más globalización en el campo de la democracia lo que hace falta para que la lucha contra el hambre y el atraso sea efectiva y durable.

El exclusivo crecimiento económico no supone en modo alguno un progreso para el conjunto de una sociedad. El profesor Stiglitz es un entusiasta del modelo chino, que le parece muy superior al ruso. Atendiendo sólo a las estadísticas, tiene razón. Pero ¿es un buen ejemplo para el mundo subdesarrollado el de una dictadura vertical que liberaliza la economía y abre mercados a la vez que mantiene un sistema totalitario y policial en el que está prohibida cualquier forma de disidencia y donde, por ejemplo, adherir a una iglesia puede enviar a una persona a la cárcel? Yo creo que alabar semejante modelo es enviar al tercer mundo una señal equivocada y peligrosa, que parece corroborar los argumentos de quienes, por ejemplo, en América Latina, justificaron las dictaduras militares desarrollistas con el argumento de que el continente aún no estaba preparado para la democracia, que ésta vendría sólo como una secuela del desarrollo económico impulsado por un régimen autoritario. La realidad ha mostrado la falacia esencial de semejante razonamiento.

Los gobiernos democráticos se han defendido mejor que los autoritarios contra los consejos equivocados o las imposiciones absurdas del FMI, según se desprende de algunos ejemplos que ofrece el profesor Stiglitz. Es el caso de Polonia, muy bien explicado en su libro. En vez de optar por la 'terapia de choque' (el de la liebre) que recomendaba el FMI, el Gobierno polaco eligió el 'gradualismo' (el de la tortuga) y privatizó el sector público de manera cautelosa, asegurándose que, antes, estuviera bien establecido un sistema legal de respeto a los contratos y a la propiedad. El resultado fue infinitamente más exitoso que el de Rusia o la República Checa y el costo social de la transición hacia la economía de mercado mucho menor. Hay muchos otros ejemplos de países que se han modernizado sin utilizar las muletas del FMI y que hubiera sido útil que figurasen en El malestar en la globalización, como un saludable contraste con los fracasos que el libro enumera. En Europa, sin duda, el caso estrella es el de España. Y, en América Latina, el de Chile, donde, sin entrar en una confrontación abierta con las políticas del FMI pero guardando ante ellas una prudente independencia, desde que la democracia sucedió a la dictadura de Pinochet el país ha venido creciendo de manera sostenida y sorteando mucho mejor que el resto del continente todas las recesiones y crisis económicas internacionales.

El tema de la democratización no puede ni debe ser disociado del desarrollo, para que éste adquiera su pleno sentido. Por eso, es indispensable que, a las buenas recetas de mayor transparencia, pragmatismo y flexibilidad a la hora de elaborar sus planes de ayuda y salvamento que el profesor Stiglitz recomienda al FMI y demás organismos financieros, se añada el de impulsar junto con las reformas económicas la agenda democrática, en lo político y en lo institucional. No hay duda de que la preocupación del profesor Stiglitz de que los burócratas del FMI abandonen la arrogancia de creer que sólo ellos tienen la buena receta y atiendan los reclamos y argumentos de los economistas y funcionarios locales es, en principio, positiva. ¿Pero, y si aquellos técnicos locales son, digamos, los que acompañaron al general Mobutu en las fabulosas pillerías que transferían prácticamente toda la ayuda internacional a las cuentas privadas en Suiza del sátrapa congoleño? Es preciso recordar que buena parte de los países en vías de desarrollo están todavía en manos de déspotas cleptómanos, cuyos colaboradores y técnicos no son nada de fiar. Por eso, es imprescindible que los gobiernos occidentales y los organismos financieros que bregan con los temas de ayuda al desarrollo incluyan la democratización política e institucional entre los requisitos básicos para una feliz integración de los países del Tercer Mundo en una globalización que -son las palabras del profesor Stiglitz- 'está aquí para quedarse'.

© Mario Vargas Llosa, 2002. © Derechos mundiales de prensa en todas las lenguas reservados a Diario El País, SL, 2002.

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