Columna

Viva voz

No voy a defender aquí las recientes declaraciones de José Saramago sobre Israel. Lo dicho, dicho está con su muchedumbre claroscura de connotaciones. Y además, cualquiera que se haya acercado a su Nobel y noble obra ya sabe que está llena de ocurrencias más brillantes, de símiles más felices.

Lo que sí quiero desde esta columna que la actualidad -desafortunado nombre también para lo que mayormente es horror repetido, perpetuo-, desde esta tribuna que la mal llamada actualidad convierte tan a menudo en muro de lamentaciones, quisiera formular un deseo: que no padezca el mundo más males,...

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No voy a defender aquí las recientes declaraciones de José Saramago sobre Israel. Lo dicho, dicho está con su muchedumbre claroscura de connotaciones. Y además, cualquiera que se haya acercado a su Nobel y noble obra ya sabe que está llena de ocurrencias más brillantes, de símiles más felices.

Lo que sí quiero desde esta columna que la actualidad -desafortunado nombre también para lo que mayormente es horror repetido, perpetuo-, desde esta tribuna que la mal llamada actualidad convierte tan a menudo en muro de lamentaciones, quisiera formular un deseo: que no padezca el mundo más males, tragedias ni miserias que las que pueda causarle José Saramago. O cualquiera de los novelistas o poetas que andan por ahí, juntando y arriesgando frases. Combinando y arriesgando exploraciones estéticas con exigencias éticas; revelaciones con revocaciones con revoluciones ideológicas y sentimentales. Recordándonos y, por lo tanto, permitiéndonos el refugio de la belleza.

En fin, que no sufra el mundo más que de palabra. Y estoy convencida de que los habitantes de Palestina o de Afganistán -habría por cierto que volver a airear aquellos estudios que asociaban el uso de armas nucleares con la producción de terremotos- estarían encantados de tener como enemigo a Saramago, en lugar de a Sharon o a Bush; y de que los judíos hubieran firmado también, ahora mismo, mil veces, el haberle tenido a él de enemigo en lugar de a los nazis. Y de que todos los millones y millones de víctimas que en el mundo son también estarían encantados de que les cayeran encima palabras -aunque fueran malsonantes, injustas e incluso injuriosas- en lugar de bombas, minas, balas, golpes, hambre, basura, enfermedad. Y nosotros, también, en Euskadi, encantadísimos. Ni una bala ni una bomba más. Sólo palabras, aunque fueran las más cuestionables de nuestras lenguas.

Ese paso de la literalidad del golpe a la metáfora verbal de la discrepancia era además la fórmula estrella de la civilidad, el resumen más significativo de la democracia: expresión frente a agresión, voces contra la fuerza bruta. Lo he puesto en pasado. Porque vuelven los golpes; tiempos de golpes. De bushes y de sharones, afásicos del tanque y el misil y la microbomba atómica. Cínicos homicidas que pretenden confundir la capacidad de masacrar con la legitimidad de la masacre.

No me confundo. Ni me olvido de la disidencia fundamental que, como mujer, tengo del mundo árabe. Ni de las objeciones democráticas que hay que oponer a la mayoría de sus regímenes. Ni de la necesidad de combatir el terrorismo.

Pero el hecho de que sean nominalmente democracias no justifica a Israel ni a los Estados Unidos -sólo subraya la responsabilidad de sus respectivas ciudadanías-. Ni remotamente legitima lo que pretenden instaurar Bush y su esbirro Sharon: un desequilibrado e infame rasero de medir seres humanos, según el cual un americano o un judío valen por mil o diez mil enemigos -hoy son puntualmente estos árabes, mañana se verá-; la agresión contra unos pocos de ellos merece la eliminación de muchos de los otros, todos si es posible y de una vez. Es decir, que un atentado propio justifica un genocidio ajeno.

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Ésa es la enfermedad. El remedio lo tendría Europa, única capaz de oponerse a Bush práctica e ideológicamente, de proponer una alternativa ética real, un recambio viable de procedimientos y valores. Pero Europa apenas murmura, avasallada, monaguilla también. A Europa sólo le interesa su construcción, su Lego reluciente -ponerle más casitas y más adornos-, su juguete sin alma.

Vuelven inevitados tiempos de golpes. Que nos cojan, al menos, hablando contra ellos. Desafiándolos de viva voz como Saramago. Vivísima voz contra la muerte.

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