Editorial:

Arbitraje tardío

Los ciudadanos de este país, no sólo los usuarios de los aviones, necesitan explicaciones más detalladas y menos groseras de lo ocurrido en Iberia (y en Fomento) durante las últimas 48 horas. No es verosímil que la compañía decidiera paralizar sus operaciones sin causa grave y sin informar previamente al Gobierno; pero tampoco que el problema de seguridad invocado por Irala se resolviera en apenas cinco horas. La decisión del Gobierno de imponer un arbitraje de obligado cumplimiento supone un recurso extremo, pero podía haberse aplicado igualmente doce horas antes, una vez que el titular de Fo...

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Los ciudadanos de este país, no sólo los usuarios de los aviones, necesitan explicaciones más detalladas y menos groseras de lo ocurrido en Iberia (y en Fomento) durante las últimas 48 horas. No es verosímil que la compañía decidiera paralizar sus operaciones sin causa grave y sin informar previamente al Gobierno; pero tampoco que el problema de seguridad invocado por Irala se resolviera en apenas cinco horas. La decisión del Gobierno de imponer un arbitraje de obligado cumplimiento supone un recurso extremo, pero podía haberse aplicado igualmente doce horas antes, una vez que el titular de Fomento fue informado de que la compañía estaba recibiendo una cascada de renuncias de pilotos que podían provocar un colapso. Se hubiera evitado así al menos el tremendo impacto del cierre temporal de Iberia.

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El proceso que condujo en la madrugada de ayer a la paralización de Iberia durante cinco horas tiene seguramente diversos grados de responsabilidad en todos los frentes. Pero una vez más el detonante de la crisis ha sido una decisión insólita y vecina al chantaje adoptada por el sindicato de pilotos (SEPLA) en su frenético pulso con la compañía: la dimisión en cadena de más de un centenar de cargos de la dirección de operaciones, acogiéndose todos a una pandemia de 'motivos personales'.

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La oportuna advertencia hecha desde Fomento en el sentido de que una renuncia unilateral a un puesto de responsabilidad podía acarrear el despido automático les hizo corregir sus primeros escritos de dimisión incorporando la coletilla de que estaban dispuestos a permanecer en sus puestos hasta que fueran sustituidos. Esta oportuna corrección, tramitada de urgencia entre la sede del SEPLA y la Subsecretaría de Fomento, permitió al ministerio forzar la reanudación de operaciones, puesto que no había abandono de servicio ni problemas de seguridad. El titular del departamento debería explicar por qué no se hizo todo esto antes de que el presidente de Iberia soltara la bomba del cierre. Tampoco la dirección de la compañía actuó con la diligencia debida para hacer saber a los pilotos que estaban incurriendo en una posible causa de despido. Da toda la impresión de que en este drama se han juntado varios aprendices de brujo.

Los paganos directos de esta cadena de despropósitos han sido, como es habitual, los usuarios de Iberia, pero esta vez se ha llegado tan lejos que sin duda se verán afectados los intereses generales de la primera industria de este país: el turismo, y en juego otros intereses, como, por ejemplo, el prestigio de la industria turística de nuestro país. Es lógico que desde todos los sectores, incluido el empresarial, se haya criticado severamente una decisión que ha supuesto un quebranto para la imagen de España y de sus redes de transporte en el exterior.

Resulta por lo demás inasumible que hasta que se ha alcanzado el punto de colisión el Gobierno haya mantenido oficialmente la doctrina de que nada tenía que decir en un conflicto privado mientras se cumplieran los servicios mínimos establecidos por Fomento para los días de huelga. La acción de oro que el Estado tiene en las antiguas empresas públicas sirve, al parecer, para impedir acuerdos con otras sociedades, pero no para garantizar un sistema de transporte que utilizan más de 80.000 viajeros cada día y que en bastantes líneas no tiene oferta alternativa. El sucesivo peloteo del conflicto entre los ministerios de Trabajo y Fomento ha sido un ejercicio de manifiesta irresponsabilidad. Aplíquese el Gobierno la misma vara de medir que empleó Aznar para hacer recaer la reciente huelga de transportistas de Baleares sobre las espaldas del Ejecutivo de esa comunidad autónoma. Un arbitraje a tiempo hubiera evitado al menos el episodio más atronador de esta interminable huelga.

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