Columna

La elección del príncipe

La escena, dicen, transcurrió de la siguiente manera: el presidente de la República Francesa, François Mitterrand, tenía dispuestas ante sí las cinco maquetas finalistas que optaban al concurso para la construcción de la Ópera de la Bastilla, uno de los grandes proyectos públicos impulsados por el más controvertido de los políticos franceses del siglo XX. Alguien susurró al presidente que debía elegir la que se encontraba en el extremo izquierdo (la de Richard Meier), pero Mitterrand se equivocó y señaló con el dedo la que estaba en el extremo derecho. Fue así como un desconocido arquitecto ur...

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La escena, dicen, transcurrió de la siguiente manera: el presidente de la República Francesa, François Mitterrand, tenía dispuestas ante sí las cinco maquetas finalistas que optaban al concurso para la construcción de la Ópera de la Bastilla, uno de los grandes proyectos públicos impulsados por el más controvertido de los políticos franceses del siglo XX. Alguien susurró al presidente que debía elegir la que se encontraba en el extremo izquierdo (la de Richard Meier), pero Mitterrand se equivocó y señaló con el dedo la que estaba en el extremo derecho. Fue así como un desconocido arquitecto uruguayo con residencia en Canadá pudo alzarse con el dudoso mérito de haber levantado uno de los más feos teatros contemporáneos de ópera en Europa.

Aunque ésta no sería, sin duda, la última decisión arbitraria del desaparecido presidente galo, que eligió también personalmente el proyecto de Dominique Perrault para la nueva sede de la Biblioteca Nacional de Francia; un caro y nada funcional edificio que consiste en cuatro torres de acero y cristal en forma de libro abierto, dispuestas en cada una de las esquinas de un rectángulo, en cuyo interior, en el subsuelo, se encuentran las salas de lectura. Un costoso sistema de raíles trae los libros desde los depósitos, situados contra toda lógica en los edificios de cristal, que debieron ser rápidamente tapiados con maderas (nobles, eso sí) para proteger los libros de la luz.

Naturalmente, esa manera arbitraria y principesca de elegir los grandes proyectos arquitectónicos no es privativa de Francia, uno de los países que por otro lado ha invertido más y mejor en la construcción de una más que envidiable red pública de museos, auditorios, bibliotecas y mediatecas. Por ello, no debería sorprender que en Cataluña, un país falto de la tradición de debate cultural que tienen nuestros vecinos del norte, se hayan cometido más de uno y más de dos desmanes de este tipo. Cada uno de nosotros tendrá sin duda su propia lista de fallidos edificios de encargo, en la que no sé si vale ahora la pena entrar, pues lo hecho, hecho está.

Es incuestionable que Barcelona ha hecho en los últimos 20 años un muy apreciable esfuerzo de puesta al día de sus equipamientos culturales. Cabe pensar que a la salida de la dictadura la capital catalana ofrecía un muy pobre panorama, tras años de negligencia, de falta de autogobierno y de falta de inversiones. Así, un teatro de la ópera, entonces privado, que terminaría incendiándose; un único auditorio, también de gestión privada; ningún teatro público; una biblioteca nacional creada por la Mancomunitat, por ninguna del Estado (ésta, la provincial, todavía tardaremos unos años en tenerla); un Museo de Arte que dormitaba en un edificio de vocación efímera en la ladera de Montjuïc y un Museo de Arte Moderno que vegetaba en el parque de la Ciutadella; y sólo dos museos de arte moderno, el Picasso y la entonces recién creada Fundación Miró, que fueron posibles solamente por la generosidad de sus fundadores. La tarea realizada en estos años por el Ayuntamiento y (con mucho menos énfasis y vocación) por la Generalitat ha sido, pues, importante. A pesar de algunas decisiones principescas y de muchos desacuerdos institucionales, Barcelona se ha dotado de un buen nivel de instituciones (no me gusta la palabreja equipamientos) culturales. Podría decirse que lo más importante ya está hecho, aunque en realidad lo más difícil está por venir: dotar de programación (y, en el caso de los museos, de colecciones) a esos grandes contenedores. Porque lo hecho hasta ahora es relativamente fácil; responde a lo que algunos llaman la tentación inversora de las administraciones públicas. De hecho, sólo hay que tratar de no equivocarse con el arquitecto y que no se desvíe en demasía el presupuesto. Pero luego llega la hora de darles contenido, y entonces las administraciones descubren horrorizadas que todo cuesta mucho dinero. Es lo que ha sucedido esta primavera con el Teatre Lliure. Pero antes que el Lliure fue el Liceo -cuyo director general declaraba no hace mucho: 'En presupuestos, estamos a la cola de los teatros europeos del nivel al que aspiramos'-, y ahora es el Macba, que se queja de no contar con los recursos económicos adecuados.

Qué duda cabe que en este insuficiente panorama hay que exigir a los administradores de cada uno de estos equipamientos rigor en la programación y contención en la gestión de los dineros públicos. Mal puede exigir el Teatre Lliure una mayor aportación si no sabemos todavía quién va a dirigirlo. Mal puede exigir el Macba la entrada del Ministerio de Cultura en su patronato si continúa siendo un museo mal gestionado. Pero lo seguro es que esta ciudad no llegará nunca a ser una capital cultural europea si continuamos sin incrementar el gasto (es decir, la inversión) cultural, que sigue estando en Barcelona a muchísima distancia de la media europea. Y el peligro de seguir así es que quienes otrora se creyeron príncipes eligiendo al arquitecto podrían descubrirse un día no muy lejano como el rey del cuento aquel.

Josep M. Muñoz es historiador.

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