Tribuna:REDEFINIR CATALUÑA

La muerte de la transición

La lectura, estos días, de algunas reflexiones a raíz de la actualidad vasca y, sobre todo, del finísimo artículo que Joan Subirats publicó en este mismo diario, me anima a volver a plantear el tema de la transición. No tanto en referencia a lo que algunos llamamos 'las renuncias' que pudo suponer, sino respecto a la percepción que de ella tienen las nuevas generaciones. Se queja Joan Subirats de la sensación de exclusión que 'los recién llegados' sienten respecto a esa cultura -llamémosle cultura- que marcó el inicio de una nueva etapa histórica y nos impregnó a todos. Puesto que los valores ...

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La lectura, estos días, de algunas reflexiones a raíz de la actualidad vasca y, sobre todo, del finísimo artículo que Joan Subirats publicó en este mismo diario, me anima a volver a plantear el tema de la transición. No tanto en referencia a lo que algunos llamamos 'las renuncias' que pudo suponer, sino respecto a la percepción que de ella tienen las nuevas generaciones. Se queja Joan Subirats de la sensación de exclusión que 'los recién llegados' sienten respecto a esa cultura -llamémosle cultura- que marcó el inicio de una nueva etapa histórica y nos impregnó a todos. Puesto que los valores del hecho están más que verbalizados, y por ahí tenemos unos cuantos jubilados de lujo que nos predican sus grandezas en toda universidad de verano que se precie, no dedicaré más tiempo. Ejemplo histórico, madurez, generosidad, inteligencia política, etcétera... Sea como sea, está más o menos acordado que gracias a la gramática de la transición se pudo llegar, sin traumas, al lenguaje de la democracia. ¿Es así? ¿Fue un acto de victoria el pacto de silencio que la selló o fue el último fracaso en la larga lista de fracasos? ¿Consensuamos o nos consensuaron? ¿Era el único camino hacia la democracia o el único que nos permitieron...? Con la venia de Subirats, pues, intentaré aportar algunas ideas al debate.

Rechazo y fatiga de la transición: ésos serían los síntomas de la alergia que muestran las nuevas generaciones hacia nuestro mito intocable. ¿Resulta extraño? Para nada, aunque sea como resultado de ese axioma inexorable que lleva a toda nueva generación a cuestionar los mitos anteriores e inventarse otros propios. De la misma forma que mi hija no abraza la fe del feminismo o del izquierdismo, porque fueron las creencias de su madre, y milita en otras nuevas, como el ecologismo o la solidaridad internacional, tampoco podemos pretender que sean también suyos nuestros mitos y símbolos. La transición es memoria, y sólo nuestro empecinamiento la hace resucitar una y otra vez como si fuera el paisaje del presente. Diría más: la transición es nostalgia, y la nostalgia nunca se hereda. Ése sería, pues, el argumento biológico que explicaría la cosa: la transición muere de muerte natural. Pero hay más motivos de defunción fácilmente reconocibles si, de una vez por todas, dejamos de vivir en nuestra dorada adolescencia. Por un lado, una hipervaloración que casi la ha sacralizado como una nueva religión, con sus sacerdotes, sus sacrílegos y sus apologetas. Ahí tenemos a buenas gentes como Ramon Espasa, cuya capacidad crítica se acaba donde empieza su fe constitucional. La Constitución, niños (entendida como el cenit de la transición), no se toca, no se mira, no se discute, tabla de la ley bajo cuyo mandato divino garantizamos el camino al paraíso. Ese exceso de liturgia, ese sobrepeso melodramático -'lo mucho que nos costó'-, esa épica un poco de abueletes, nos la aleja de la pragmática del presente y, peor aún, le da un aire de intocabilidad antipática, tan cargada de misticismo como falta de utilidad. ¿Cómo no va resultar ajeno todo ello a los recién llegados, por mucha conciencia política que tengan, cuando no estamos ante un escenario abierto, sino ante un texto bíblico? Primera pesada carga, pues: la trascendencia que aún se le quiere dar, como si la historia hubiera nacido en ese momento único y hubiera muerto al mismo tiempo. ¡El fin de la historia de Fukuyama!, en versión de progre reciclado.

Una trascendencia que tutela permanentemente la democracia, y ahí tenemos el segundo sobrepeso. Como todos los que estaban aún están -¡y nos sorprende la fatiga de los jóvenes!-, confunden sus pactos de silencio y sus renuncias de antaño con las necesidades del presente, y permiten, por omisión o por acción, auténticos abusos en las libertades, como si aún estuviéramos con ruido de sables. ¿Hablamos de monarquía? ¿Hablamos del papel de los jueces? ¿Hablamos de los derechos de los presos? ¿Hablamos del País Vasco? ¿Hablamos de libertad de expresión? ¿De monopolios comunicativos? ¿De pensamiento único en según qué? ¿De tabúes? Aquí y ahora, con la excusa de la democracia dolida, tan duramente conquistada, se nos recorta la democracia real y, lejos de vivir en la madurez, se nos vende una maduración eterna, una especie de eterna e insufrible juventud que no nos permite volar alto. Pero esos pactos y esos silencios y esas renuncias las suscribieron unas generaciones que aún mandan pero ya no están solas, y las nuevas ni tienen por qué callar, ni por qué renunciar. Quizá hasta piensan -no con poca razón- que lo nuestro de entonces no fue una concesión, sino una estafa...

De aquí, a lo peor: el uso indiscriminado que de la transición, la Constitución y la propia democracia hacen unos personajes que llevan un reciclaje de tan pocos días que aún les sobresale el cuello azul de la camisa. Un uso y abuso que sirve justamente para coartar libertades, negar derechos colectivos y recortar derechos individuales. La manipulación de la casa común democrática que hace de ella 'el nuevo inquilino' -versión Subirats- sin duda le da réditos políticos, pero los resta a la credibilidad del sistema. Un sistema que acaba siendo, para muchos, una palanca de exclusión: no va por ahí lo de Haika...

En fin, no estoy por el pesimismo. Creo que superar la cultura de la transición no es una catástrofe, sino una maduración. Y ello, para nada, no significa debilitar la cultura democrática, sino quizá reforzarla. Al fin y al cabo, sólo cuando superemos los lastres de la transición seremos capaces de recuperar las sábanas que perdimos en aquel tutelado, asustado e inmaduro lavado colectivo. Y quizá entonces los recién llegados se sentirán en casa...

Pilar Rahola es escritora y periodista. pilarrahola@hotmail.com

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