Tribuna:

La real gana: ética del voluntariado

Uno de los experimentos más frustrantes que pueden hacerse en esta vida consiste en preguntar a otros, y preguntarse, por el significado de las palabras más corrientes. Pregunte usted, y pregúntese, qué significan -por ejemplo- cosas tan de actualidad y tan relacionadas entre sí como ética, voluntariado, ONG, felicidad, justicia, y se encontrará con el más absoluto desconcierto. 'Las cuestiones de palabras -decía un querido profesor mío- son solemnes cuestiones de cosas', y por eso conviene aclararlas, no sea que nos estemos jugando algo muy serio.

En lo que hace a la ética, tien...

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Uno de los experimentos más frustrantes que pueden hacerse en esta vida consiste en preguntar a otros, y preguntarse, por el significado de las palabras más corrientes. Pregunte usted, y pregúntese, qué significan -por ejemplo- cosas tan de actualidad y tan relacionadas entre sí como ética, voluntariado, ONG, felicidad, justicia, y se encontrará con el más absoluto desconcierto. 'Las cuestiones de palabras -decía un querido profesor mío- son solemnes cuestiones de cosas', y por eso conviene aclararlas, no sea que nos estemos jugando algo muy serio.

En lo que hace a la ética, tiene que ver con el êthos, con el carácter que necesariamente nos forjamos las personas, las organizaciones y los pueblos, ya que no nacemos hechos, sino por hacer. Y, claro está, importa forjarse un buen carácter, uno que nos prepare para vivir bien, y no lo contrario. Pero, ¿qué es un buen carácter?

A lo largo de la historia, dos candidatas se han ido ofreciendo como orientaciones para forjarlo, felicidad y justicia, dos aspiraciones que han alimentado utopías, revoluciones, sueños. Que los seres humanos desean ser felices es cosa sabida, pero no lo es menos que las instituciones deben intentar ser justas, si quieren ser legítimas, que una sociedad es perversa si no aspira a la justicia. Habida cuenta de que los proyectos de felicidad son muy personales, parece que no compete a las sociedades elegirlos, sino a las personas, mientras que es tarea de las sociedades sentar unas bases de justicia tales que las personas puedan proyectar su felicidad como bien les parezca, con tal de que no pongan en peligro la de los demás.

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Ciertamente, no resulta fácil aclarar qué es lo justo más allá de la añeja caracterización según la cual lo justo consiste en dar a cada uno lo que le corresponde. Pero no es menos cierto que a la altura de nuestro tiempo la idea de justicia se ha dotado de contenidos ampliamente aceptados, que se expresan sobre todo a través del lenguaje de los derechos humanos; derechos a los que sin duda corresponden deberes cuya titularidad es a menudo difícil de determinar. Atentar contra los derechos humanos, privar de la vida, las libertades, el ingreso básico, la educación, la sanidad, la vivienda, el trabajo, las prestaciones en tiempos de debilidad, es caer bajo mínimos de justicia, bajo mínimos de humanidad. Así, sin paliativos ni especulaciones.

Sin embargo, sucede que al hilo del tiempo las utopías de la justicia han entrado en conflicto reiteradamente con las de la felicidad; sucede que, como en las leyendas medievales, topamos los viajeros con encrucijadas en las que es preciso optar por uno de ambos caminos (lo justo, lo felicitante), como si fuera imposible convertirlos en uno solo. Averiguar cuál sea la causa de estos dilemas, que tanto gustan a los norteamericanos, no es tarea fácil, pero vamos a permitirnos aventurar una hipótesis, que es todo menos descabellada: la felicidad se ha ido reduciendo a bienestar. Nos hemos hecho muy modestos en nuestras aspiraciones y ya no soñamos con la felicidad (eso son 'palabras mayores'), sino, a lo sumo y en el más ambicioso de los casos, con la calidad de vida, con un prudente estar bien, al que se le hace muy cuesta arriba preocuparse por la justicia.

'El que estiga bé, que no es menege', decimos en mi tierra como obviedad aplastante. ¿Por qué habría de moverse el que está bien? Deberían moverse, según el dicho, los que están mal y por eso pasan el Estrecho, cruzan el Atlántico, los lesionados por el asesinato de sus seres queridos a manos del terrorismo, los que padecen hambre, enfermedad evitable, desconsuelo o sinsentido. Desde la sabiduría de 'el que estiga bé' son sólo ellos los que han de moverse, los que han de presionar, sin cómplices, sin más compañeros de viaje que los también sufrientes, en una humanidad escindida entre los 'bienestantes' y el resto. ¿Quién debe ocuparse de los 'malestantes'?

Aquí aparece una de esas cómodas divisiones del trabajo en sectores sociales, tres en este caso, que resultan tan apropiadas para manuales y charlas. El primer sector, el del poder político, debería ocuparse de defender los derechos humanos y los restantes compromisos de los Estados, que componen cuestiones básicas de justicia. Para lograrlo, debería recordar aquella noción aristotélica de la política, según la cual los hombres están dotados de palabra y, por lo tanto, pueden deliberar conjuntamente acerca de lo justo y lo injusto, lo bueno y lo malo para el bien común, y en eso consiste la comunidad política, más que en la conquista y conservación del poder a todo trance. Por otra parte, puesto que el reconocimiento de derechos es universal, no sólo los Estados, sino también las unidades políticas transnacionales e internacionales tienen legitimidad únicamente si se comprometen de ese modo en la defensa de esas exigencias básicas de justicia.

El segundo sector, el de la economía (el 'mercado'), está compuesto por las entidades que desarrollan actividades con ánimo de lucro y son controladas por propietarios privados o públicos. Curiosamente, suele entenderse que este sector está exento de toda responsabilidad que no sea la de 'generar riqueza', como si no importara la forma en que la produce, como si no fuera tarea suya producirla aumentando la libertad de todos y cada uno de los seres humanos, que es lo que exige una economía situada en el comienzo del tercer milenio y, por lo tanto, legitimada en su actividad sólo si promueve el marco de justicia en que se encuentra inscrita. El mercado no es sólo un mecanismo, sino una actividad institucionalizada, sujeta a las exigencias de justicia de su tiempo.

Por último, entra en liza el tercer sector, también llamado 'sector social', 'sector independiente', o 'sector privado no lucrativo'. Es, por el momento, un cierto cajón de sastre en el que se incluyen las entidades que se caracterizan por no ser gubernamentales ni perseguir fines lucrativos. Al no entrar propiamente ni en el campo del derecho público ni en el del privado, se les acaba definiendo de forma negativa, indicando que ni son gubernamentales ('ONG') ni son lucrativas ('non profit', o 'sin afán de lucro', por decirlo en román paladino).

Pero caracterizar las cosas por lo que no son no sólo revela una aplastante falta de imaginación, sino también una innegable falta de identidad por parte de lo así nombrado, que no produce sino confusión. Como se ha dicho en ocasiones, a este tercer sector pertenecen las hermanitas de la Caridad y el Ku-Klux-Klan, las fundaciones de las grandes entidades bancarias y las asociaciones de ayuda al Tercer Mundo. De ahí que vaya siendo tiempo de caracterizar positivamente a las organizaciones del tercer sector que componen el mundo del voluntariado por lo que son y por lo que se proponen, como 'organizaciones solidarias', que apuestan por la solidaridad no por coacción, no por afán de lucro o de imagen, sino por algo tan castizo como que les da la real gana. Por sobreabundancia del corazón, porque no conciben su felicidad como bienestar, sino como una 'palabra mayor' que no puede pronunciarse si no es a través de la realización de la justicia; a través -yendo aún más lejos- de la satisfacción de aquellas necesidades humanas que nunca podrá reclamarse como un derecho y a la que nunca corresponderá un deber.

Desde la indignación ante la injusticia com-padecida, desde el co-sufrimiento con los maltratados, la lógica de 'el que estiga bé' se hace pedazos y queda en estupidez palmaria, en inhumanidad manifiesta.

Proponer proyectos concretos de felicidad que incluyan como innegociable la justicia, recordar a la política y la economía las metas por las que cobran legitimidad, sacar a la luz situaciones de marginación y salirles al paso desde la real gana es -a mi juicio- la gran tarea del voluntariado. Pero también lo es satisfacer esas necesidades de esperanza, de consuelo, de ternura, de sentido, que nunca podrán reclamarse como un derecho ('para eso pago impuestos'), nunca podrán satisfacerse como un deber. Amén de los deberes existen las obligaciones, las apuestas de quienes se sienten obligados a otros porque se sienten ligados y no pueden concebir su felicidad sino con ellos.

Adela Cortina es catedrática de Ética y Filosofía Política de la Universidad de Valencia.

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