Tribuna:

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El Premi Blanquerna que acaba de recibir Martín Patino, por su espíritu de diálogo y su interés por los asuntos de Cataluña, evoca por contraste uno de los principales problemas de la cultura catalana actual: la falta de interlocutores en la España castellana. Todo el mundo recuerda el nombre de Aranguren para definir una figura que ahora se echa de menos: la de la personalidad cultural española que sigue con atención y simpatía los asuntos de Cataluña. Ciertamente, la lista no ha sido nunca demasiado larga y lo ha sido más en las épocas de lucha conjunta contra las dictaduras que en las época...

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El Premi Blanquerna que acaba de recibir Martín Patino, por su espíritu de diálogo y su interés por los asuntos de Cataluña, evoca por contraste uno de los principales problemas de la cultura catalana actual: la falta de interlocutores en la España castellana. Todo el mundo recuerda el nombre de Aranguren para definir una figura que ahora se echa de menos: la de la personalidad cultural española que sigue con atención y simpatía los asuntos de Cataluña. Ciertamente, la lista no ha sido nunca demasiado larga y lo ha sido más en las épocas de lucha conjunta contra las dictaduras que en las épocas democráticas en las que ha existido un cierto poder político catalán que algunos han querido ver como agresivo. Martín Patino está en esta línea y no es el único, pero tampoco son multitud.

Nos hacen falta creadores de opinión que adviertan al consumidor cultural español de que no por proceder del catalán una obra es prescindible

Dejando la política aparte, ahí tenemos un problema cultural. Digo tenemos, porque es compartido. Por un lado hay, sin duda, un problema de proyección de la cultura en lengua catalana hacia la España castellana. Pero hay también un problema de recepción. Martín Patino, como Aranguren, son excepciones. Más allá de estas excepciones, la recepción de la cultura producida originalmente en catalán es desproporcionadamente pequeña, en la España castellana. Según cómo, es más fácil aprender catalán en Alemania que en España, fuera de Cataluña. A pesar de los esfuerzos de algunos buenos editores en lengua castellana desde Barcelona para traducir a los principales autores catalanes, el mercado castellano nunca los ha aceptado. Venían en colecciones de prestigio, arropados por buenas críticas, pero no se han vendido o se han vendido mucho menos de lo que cabría esperar. Un viejo dicho de la industria cinematográfica de Barcelona indicaba que nunca hay que poner en una película un taxi negro y amarillo. Se cierra el mercado español.

Se me dirá, tal vez, que esto es lo que se merece la producción cultural catalana, que no tiene altura para aspirar a más. Estoy en total desacuerdo. En literatura, esta indiferencia o este prejucio ha afectado a autores indiscutibles de estéticas muy variadas, desde Calders a Monzó. Y algunos de estos autores han tenido una recepción mejor en traducciones a otras lenguas. Con un inconveniente: es complicado pasar al inglés, al francés o al alemán sin haber pasado por el castellano. El editor en estas lenguas, aunque tenga traductores del catalán, tiende a creer que si una cultura tan familar como la española no ha adoptado un producto catalán, difícilmente puede tener interés para ellos. Aunque a veces, en el caso sobre todo del cine de autor, los mercados exteriores hayan sido más favorables a la producción originalmente en catalán que los españoles. El conjunto de la producción de Ventura Pons o una película como El arbre de les cireres de Marc Recha ha tenido en la prensa francesa críticas entusiastas que no ha recibido aquí, ni en Madrid ni en Barcelona.

Tengo la sensación de que una parte del problema es que muchos consumidores culturales en castellano creen que la cultura en catalán es de regional preferente. Que los que utilizan el catalán como lengua de creación o lo hacen por tocar las narices o por una enorme militancia política o porque, incapaces de triunfar en castellano, se refugian en el campo provinciano del catalán para medrar con menos esfuerzo y aprovecharse del invernadero institucional. Estoy convencido de que el prejuicio contra la producción originalmente en catalán no es estrictamente política, no es estricta catalanofobia, sino una larga y cultivada sensación de que hay culturas de primera y culturas de regional. Y la cultura de Foix, de Rodoreda, de Espriu, de Monzó, de Porcel, de Calders, es una cultura de regional. Tal vez en el franquismo los buenos también escribían en catalán, por militancia antifranquista. Pero en democracia, los que escriben en catalán es porque no valen para el castellano.

No me extenderé en argumentar porque esto me parece una estupidez y una mentira. Pero es un problema. Y es cierto que la cultura catalana -y las instituciones catalanas- deben de tener una buena parte de culpa y que hay defectos de proyección. Pero también estoy convencido de que hay defectos de recepción. Y por eso nos hacen falta creadores de opinión, intelectuales inquietos y atentos -como Aranguren, como Martín Patino- que adviertan al consumidor cultural en español de que no por el hecho de proceder del catalán una obra es inconsistente o prescindible. Que tampoco es garantía de nada. Pero que vale la pena atenderla sin prejuicios.

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Vicenç Villatoro es escritor, periodista y diputado por CiU.

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