Tribuna:

Montjuïc, el museo posible

Una soleada mañana de enero de 1999, mi amigo Francesc Vilanova y yo ascendimos la cuesta de Montjuïc en un taxi que nos dejó frente al castillo. Cruzamos el puente del foso y penetramos por el túnel de acceso a la fortaleza hasta el control de entrada, dimos nuestros nombres a un anciano que expendía los billetes de visita. Nos encontrábamos en aquel lugar en calidad de comisarios de la exposición 1939. Barcelona any cero, organizada por el Museo de Historia de la Ciudad, y con el objetivo de solicitar al director del Museo militar, el coronel Montesinos Espartero, la cesión temporal d...

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Una soleada mañana de enero de 1999, mi amigo Francesc Vilanova y yo ascendimos la cuesta de Montjuïc en un taxi que nos dejó frente al castillo. Cruzamos el puente del foso y penetramos por el túnel de acceso a la fortaleza hasta el control de entrada, dimos nuestros nombres a un anciano que expendía los billetes de visita. Nos encontrábamos en aquel lugar en calidad de comisarios de la exposición 1939. Barcelona any cero, organizada por el Museo de Historia de la Ciudad, y con el objetivo de solicitar al director del Museo militar, el coronel Montesinos Espartero, la cesión temporal de un lienzo del general Franco para nuestra exposición.Nos condujeron al despacho del coronel Montesinos, una estancia abarrotada de libros y toda suerte de objetos. En una mesa auxiliar aguardaban los últimos ejemplares de la revista Fuerza Nueva. Una segunda mesa auxiliar sostenía un televisor rodeado por un sinfín de fotos castrenses, y al frente de todas ellas una del general Franco y otra del general Moscardó. Entró el coronel, su cordialidad fue absoluta. Se interesó por la exposición, confesó su gusto por la historia y nos mostró su más reciente lectura: Caudillo, una biografía de Franco realizada por don Ángel Palomino.

Escogimos el lienzo. De regreso al despacho, preguntó a un hombre entrado en años si había ocurrido algo en su ausencia. "Sin novedad", respondió. El ambiente era en sí mismo un objeto de museo. Entonces apareció el hombre de la bata gris. Era un excelente conocedor del Museo, de sus pistolas, lanzas y banderas, pero en especial de sus espacios. Prolongamos con él la visita y penetramos en una sala cerrada al público. De las paredes pendían los restos de una exposición celebrada en 1964 para conmemorar los 25 años de paz franquista; eran reproducciones ampliadas de fotografías de La Vanguardia Española de 1939, sin valor alguno. El hombre nos dijo que tenían la sala cerrada por si alguien buscaba problemas. En la sala siguiente, abierta al público, una foto dormitaba en solitario mostrando la entrada de tropas facciosas en Barcelona. Nos informó de que el retrato era un obsequio del señor Juan Bassegoda Nonell. Sonreímos. Entramos en la sala central y contemplamos la efigie ecuestre de Franco, protegida con cristales blindados y arropada por los bustos y esculturas de sus hombres; la llaman "la sala de los generales", nos dijo. No había contexto, no había explicación alguna de lo que se mostraba en aquella sala, sólo piedra, cemento y aire de almacén limpio. Nos aguardaba la sorpresa final.

Creo que sucedió mientras cruzábamos una sala llena de lanzas, el hombre de la bata gris se detuvo y señaló el fondo de la sala. Allí estaba la celda en la que estuvo encerrado Lluís Companys. Nos contó que estaba hecha un asco y que en 1977 la habían tapiado para evitar "peregrinaciones". Nadie se había ocupado nunca del tema, aguardaban órdenes. Nos despedimos. Cruzamos el patio y descendimos a pie por la ladera del monte.

En estos últimos días el Museo Militar ha sido objeto de comentarios por vender en su tienda objetos de simbología nazi y franquista. Nuestro alcalde ha ordenado su retirada y ha dicho que se abordará la reorganización del museo "para adecuarlo a las circunstancias políticas actuales". Pero eso es imposible porque en el castillo de Montjuïc no existe "museo" alguno para remodelar; sólo un almacén y su inventario.

Pero sí hay un museo posible. Un museo que centre su narración en la historia de los movimientos sociales contemporáneos de los dos últimos siglos, entre 1800 y 1979 por poner fechas, pero enfatizando el período de la última dictadura, que no suprima símbolos ni imágenes sino que los exhiba contextualizados en su sentido y función. Si nuestra ciudad fue conocida en la Europa del XIX con el hermoso nombre de Rosa de Fuego, por las vindicaciones sociales de sus habitantes, por sus esfuerzos en obtener mayores cotas de igualdad, los ciudadanos de hoy debieran saberlo para apreciar más los derechos civiles de que disfrutamos y que nadie nos ha regalado, para saber que no son el resultado de una voluntad antigua y persistente. Y no hay lugar más adecuado ni emblemático para ese museo que el castillo de Montjuïc. Desde él se bombardeó la ciudad en 1842 para sofocar la revuelta popular, sus celdas albergaron las víctimas de la represión política, social y sindical, convirtiéndolo en el símbolo maldito de la conciencia popular, en él fueron encerrados y torturados cientos de obreros con el falso pretexto de las bombas del Liceo y la calle de Cambios Nuevos, en 1919 había en el castillo más de 3.000 obreros encerrados a causa de la huelga de La Canadiense. No sólo Companys fue fusilado en su interior, también Ferrer i Guardia, y diversos sindicalistas encontraron allí la muerte.

Es un buen momento para pensar qué hacer con nuestro castillo, y un proyecto museístico sería su mejor destino. Posee fondos documentales y bibliográficos, posee piezas que tenemos derecho a interpelar históricamente y disponemos de profesionales capaces de dar vida a todo ello en un centro de investigación destinado a vitalizar el museo y divulgar su contenido. Nadie debería temer la apuesta por un museo así, sólo se trata de devolver al ciudadano su perpetua Rosa de Fuego. Eso es lo que sugiero a mi alcalde.

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Ricard Vinyes es historiador.

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