Tribuna:LA CRÓNICA

La sensibilidad de nuestra época GABRIEL GALMÉS

Una amiga de este cronista le pasó una invitación para la muestra Lladró, el arte de la porcelana, que dura hasta finales de mes en el Casal Solleric de Palma. La amiga del cronista no es alemana. Aunque algunos no lo crean, todavía quedan en Mallorca quienes no lo son. Por ello se extrañó un tanto al recibir del Ayuntamiento de Palma, que organiza el cotarro, una amable convocatoria en alemán.Así que el cronista acudió al magnífico edificio del Borne con el convencimiento de que lo que iba a ver apelaba directamente a la sensibilidad estética de los residentes teutones. Y, lo confiesa,...

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Una amiga de este cronista le pasó una invitación para la muestra Lladró, el arte de la porcelana, que dura hasta finales de mes en el Casal Solleric de Palma. La amiga del cronista no es alemana. Aunque algunos no lo crean, todavía quedan en Mallorca quienes no lo son. Por ello se extrañó un tanto al recibir del Ayuntamiento de Palma, que organiza el cotarro, una amable convocatoria en alemán.Así que el cronista acudió al magnífico edificio del Borne con el convencimiento de que lo que iba a ver apelaba directamente a la sensibilidad estética de los residentes teutones. Y, lo confiesa, con la intención morbosa de consolarse un poquito al constatar con qué tipo de género decoran sus mansiones esos millonarios. Así no nos darían tanta envidia a los nativos.

Alemanes había, en efecto, pero pocos. La mayoría de los que curioseaban boquiabiertos ante los productos de la célebre factoría valenciana eran del país y no tenían aspecto de haber recibido ninguna invitación en la recia lengua del inmortal Goethe. Pero se mostraban igualmente encantados ante productos cuya calificación es tan difícil que al cronista sólo se le ocurre insistir, para que el lector se haga una idea exacta, en que eran de Lladró y que, por lo tanto, le llegaron directamente al corazón aun sin querer.

"Observa los pliegues de la falda", decían unas señoras arrobadas y venerables, "qué perfección, qué riqueza de detalles. Fíjate en la delicadeza de las formas de tobillos y muñecas". "Y qué triste está el consabido payaso triste", decían, mientras disimulaban una lagrimita, pensando en vaya usted a saber qué payaso triste del mundo real. Y los cervatillos, y los cabritillos, y los pajarillos, y los pastorcillos, y los pajecillos. Y los tiernos vagabundos, las melancólicas bailarinas con un no sé qué -bueno, sí que lo sé- de Degas, las figuras folclóricas autonómicas, ese marino agarrado a la rueda del timón, impasible el ademán, sereno y contenido: "qué nervaduras, qué venas en los antebrazos", comentaban las visitantes. Una de las joyas de la exposición, la auténtica carroza de la Cenicienta, despertaba ayes y ohs de entusiasmo. Con todo merecimiento, además: no sólo podía verse en ella a la Cenicienta en el hábito dieciochesco que tan caro le es a la estética Lladró, sino que además estaba aquello repleto por todas partes de cervatillos, cabritillos, pajarillos, pastorcillos y pajecillos, y quién sabe si algún otro vagabundo o payaso triste que el cronista no tuvo tiempo de ver.

No crea el lector, no obstante, que la afamada casa Lladró se ha quedado anclada en la época feliz y difusa de los cuentos de la condesa de Segur. No en vano, un panel explicativo a la entrada afirmaba que las creaciones de la empresa expresan "de manera admirable la sensibilidad de nuestra época". Por lo cual, dedujo el cronista, uno de los más logrados grupos escultóricos, que se diferenciaba de los demás por la ausencia de cervatillos, vagabundos, payasos tristes e incluso de pajecillos, ostentaba el significativo título de Alegoría de la paella. En él se veía, efectivamente, una paella rodeada de huertanos valencianos -algo vaporosos, eso sí- que se disponían a degustar el plato que les ha hecho mundialmente famosos, sin acordarse siquiera de desenganchar del carro un caballo ricamente enjaezado que no parecía pariente de los de la carroza de la Cenicienta. Es una cuestión de coherencia formal con el tema de la obra, supuso el cronista, que juzgó que la Alegoría de la paella, sin un cisne de melancólico cuello, sin un solo cachorrillo de cocker spaniel a la vista, era un tributo a la realidad más cruda y más dura. Un huertano es una cosa, y la Cenicienta, otra muy distinta. Es el modo Lladró de recordarnos que no sólo hay cervatillos en este mundo difícil, sino también rudos huertanos, aunque de estilizadas hechuras.

Tampoco era desdeñable, como expresión admirable de la sensibilidad de nuestra época, otro conjunto escultórico en el que un san Miguel formidable, con espada flamígera incluida, pisaba con firme determinación a un Satanás caído que se parecía de manera inquietante a Mr. Spock. Tampoco en este grupo fue el cronista capaz de atisbar un solo cervatillo.

Hay que visitar la muestra Lladró, por poca oportunidad que se tenga, porque nos hace mejores personas y mejores ciudadanos. A menos que el lector sea como los resentidos de la Asociación de Artistas Visuales de Baleares, que hace unos días protestaban en un enérgico comunicado contra la pertinencia del montaje, o como una cantidad pasmosa de columnistas locales que han hecho lo mismo, no puede perderse algo así. Y convendrá con el cronista en que nunca viene de más una buena ración concentrada de buenos sentimientos, materializada en porcelana de la buena. Rechace imitaciones. El cronista salió a la calle deseoso de hacer el bien a su prójimo. Si se hubiera encontrado por la calle de la Unió con un vagabundo como los de Lladró, tan tiernos, le habría dado limosna. Y quizá le habría invitado al Asador de Aranda, que está cerca, a comerse un cabritillo, un cervatillo o incluso un payaso triste.

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Miquel Massuti

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