Tribuna:

Basura

En La comunidad, la última película de Álex de la Iglesia, la trama arranca con la búsqueda del dinero que los vecinos sospechan que guardaba en la casa un anciano que acaba de morir. Cuando el espectador acompaña a la cámara y a los protagonistas (empujados por la porquería de fuera, de otra naturaleza) y entra en esa casa, apenas puede avanzar, casi perdido entre los montones de basura que obstaculizan el paso: el viejo vivía rodeado (dentro y fuera) de desperdicios.En la Comunidad de Madrid acaba de producirse un caso semejante, que se repite con frecuencia. Virtudes Calderón, una an...

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En La comunidad, la última película de Álex de la Iglesia, la trama arranca con la búsqueda del dinero que los vecinos sospechan que guardaba en la casa un anciano que acaba de morir. Cuando el espectador acompaña a la cámara y a los protagonistas (empujados por la porquería de fuera, de otra naturaleza) y entra en esa casa, apenas puede avanzar, casi perdido entre los montones de basura que obstaculizan el paso: el viejo vivía rodeado (dentro y fuera) de desperdicios.En la Comunidad de Madrid acaba de producirse un caso semejante, que se repite con frecuencia. Virtudes Calderón, una anciana de 80 años, ha sido rescatada de entre las toneladas de basura que ella misma había ido acumulando en su casa de Leganés. Vivía sola desde que murió su hermano, hace tres años. Los que entraron en la vivienda encontraron 2.000 kilos de desperdicios, repartidos en cientos de bolsas y maletas. Ocupaban la mayor parte del espacio del piso, hacían impracticable la entrada al baño e impedían que la anciana pudiera llegar hasta la cama, invadida también de residuos. Por eso, Virtudes pasaba las noches sentada en una silla.

Siempre me he preguntado qué empuja a algunas personas, en su mayoría ancianos, a acumular basura a su alrededor, a guardar lo que no sirve, a no tirar, a conservar junto a sí lo que está destinado a descomponerse y desaparecer. Supongo que habrá explicaciones clínicas y que será síntoma de una patología, probablemente asociada a un proceso de desgaste senil. Pero, por debajo de la enfermedad, de esa triste y absurda degeneración, imagino una profunda necesidad de no desprenderse de las cosas, un desesperado intento de perpetuación, un rechazo terrible de la fugacidad, un desafío a la caducidad, un reto al tiempo. Imagino algo de importancia vital que debe de tener que ver con la muerte; algo tan extremo como lo son, al fin, la vida y la muerte. Una paradójica forma de supervivencia.

El personaje que encarna la actriz Andy McDowell en la película Sexo, mentiras y cintas de vídeo relata a su psicoanalista una incontrolable obsesión por la gran cantidad de basura que generan las personas y por su destino, el de las basuras. Es una mujer joven, atractiva y acomodada, su vida está aparentemente llena, todo parece funcionar a su alrededor. Pero en realidad esa preocupación por el destino de las basuras encierra una neurótica inquietud por su propio porvenir y por el proceso incierto que está siguiendo su vida. ¿Quiénes somos un poco después, cuando ya no está el que éramos? ¿Adónde van nuestros sentimientos anteriores, ciertas percepciones que tuvimos sobre las cosas, nuestros íntimos pensamientos? ¿Dónde se vierten, cómo se reciclan?

Las casas son un reducto, una suerte de amable escondite de nuestro cuerpo, como nuestro cuerpo intenta tantas veces ser el precario escondite de lo otro no visible que somos. Guardamos basura dentro de la casa y dentro de nosotros. Es el lugar privado donde nos permitimos el cúmulo de mal olor de ciertos recuerdos, la expansión de la pestilencia de eso peor que hemos pensado o cometido. Y de vez en cuando hay que sacar la basura. Por eso es habitual, en situaciones límite, cuando nos encontramos sumidos en una crisis que nos afecta esencialmente, que tiene que ver con lo que se apila en los cajones o tras el gesto de nuestra cara, detrás de la apariencia de las cosas y de nosotros mismos, que nos entreguemos con fruición a una limpieza general, a un orden exhaustivo. Caen papeles, fotos, libros, ropa, discos. Pero lo que importa es lo de dentro: lo de dentro de uno mismo en ese papel o en esa foto. Y a medida que uno va decidiendo qué de aquello anterior merece permanecer, qué debe ser eliminado, en esa selección, uno va haciendo al tiempo una recomposición del que es o del que aspira a superar a aquel que era. Es un proceso necesario, práctico y agridulce. Consiste, básicamente, en echar la mierda fuera. Y su éxito reside en la mirada: en saber distinguir, en calcular el valor exacto de las cosas, su cualidad, en discernir cuál quiere uno seguir siendo. Una mirada cada vez más limpia, que señalaría el rumbo por el que alcanzar la luz y la calma suficientes como para no tener miedo a la muerte, considerarla un paso bondadoso y distinto en nuestro camino. Mientras, a veces, la basura, de otra naturaleza, se cuela en las casas y consigue pasar inadvertida. Sucedió esta semana en Madrid, en nuestro barrio.

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