Cartas al director

Animales salvajes

Cuando éramos pequeños, nuestros maestros se aplicaron y pusieron mucho empeño en que aprendiéramos a diferenciar los animales domésticos de los salvajes. Aquéllos eran dóciles y vivían cerca de las personas, a las que proporcionaban compañía y, en la mayor parte de las ocasiones, sustento, pues de ellos aprovechábamos piel, plumas, leche, huevos y carne, una vez que acaban sus días en un puchero de barro o en otro recipiente al uso.Los animales salvajes, en cambio, vivían en total libertad, campando a sus anchas por montes y barrancos y poseían la fiereza primigenia, aquella que les hacía act...

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Cuando éramos pequeños, nuestros maestros se aplicaron y pusieron mucho empeño en que aprendiéramos a diferenciar los animales domésticos de los salvajes. Aquéllos eran dóciles y vivían cerca de las personas, a las que proporcionaban compañía y, en la mayor parte de las ocasiones, sustento, pues de ellos aprovechábamos piel, plumas, leche, huevos y carne, una vez que acaban sus días en un puchero de barro o en otro recipiente al uso.Los animales salvajes, en cambio, vivían en total libertad, campando a sus anchas por montes y barrancos y poseían la fiereza primigenia, aquella que les hacía actuar según sus instintos básicos, y que les servían para procrear y alimentarse.

Seguían contándonos nuestros maestros que nosotros también éramos animales, pero de un orden superior. Éramos animales racionales, dotados de un alma y de la capacidad de razonar y pensar; ambas cuestiones nos permitían no ser esclavos de nuestros instintos, pues debíamos aprender a controlarlos y encaminar su uso a causas superiores y trascendentes.

Sentadas estas bases en la clase de Ciencias Naturales, la Historia y la Geografía nos sumergían en alguna contradicción. Resultaba que los "bárbaros del Norte", las huestes de Atila y la pandilla de Almanzor (por poner sólo unos ejemplos) no habían hecho más que salvajadas, lo que ponía en cuestión que tales elementos perteneciesen a la estirpe racional. Por si fuera poco, los individuos de los pueblos y tribus de América, que no conocían las excelencias del critianismo, también resultaba que eran salvajes, y menos mal que españoles, portugueses e ingleses los descubrimos a tiempo para salvarlos y convertirlos en animales racionales homologados.

Nosotros, a esas alturas, atesorábamos tanta canción patria, tanta obediencia y tanto rezo, que, aunque seguíamos siendo animales racionales, se nos notaba ya un cierto perfil de domesticación... ¡Qué follón! Seguimos creciendo a pesar de todo, y descubrimos que los animales salvajes tenían un instinto tan bien apañado que se limitaban a cumplir su misión en la naturaleza y que rara vez se extralimitaban: se apareaban cuando estaban en celo y se zampaban al que tenían más a mano cuando tenían hambre, contribuyendo, aun sin saberlo, a perpetuar la selección natural, que es lo que nos traído hasta aquí.

Por otra parte, de aquella estirpe superior de animales racionales, dotados de cerebro, alma y corazón, empezamos a escuchar cosas innombrables. Había quienes eran capaces de torturar, violar, asesinar, deportar, sojuzgar, esclavizar, exterminar... y conjugar todos los verbos más abominables del diccionario contra sus semejantes, en nombre de de banderas, dioses y fronteras.

Y aquí seguimos, asistiendo perplejos a la transmutación cruel de la racionalidad en la irracionalidad más feroz y despiada. No tienen más que mirar al castigado País Vasco, donde una pandilla de salvajes auténticos están poniendo en tela de juicio las clasificaciones tradicionales que las ciencias naturales habían elaborado para el reino animal.- Mariano Coronas Cabrero. Huesca.

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