Crítica:VERANOS DE LA VILLA - NIÑA PASTORI

Del quejío al meneíto

El quejío, algo difícil de definir con exactitud, es la expresión más característica del flamenco. Parece claro que cuando no hay quejío el arte jondo brilla por su ausencia o se eclipsa rápidamente.Niña Pastori se acerca a veces con su mejor voluntad, en compañía de un grupo reducido, y hace unos cantecitos que, en lenguaje taurino, calificaríamos como aseados. Después ya empieza con sus canciones de éxito -lo de Échame una mano, prima; lo de Yo te camelo-, el decibelio a toda pastilla y la voz siempre en el mismo tono, prácticamente sin inflexiones. El lenguaje ahora es el pasi...

Suscríbete para seguir leyendo

Lee sin límites

El quejío, algo difícil de definir con exactitud, es la expresión más característica del flamenco. Parece claro que cuando no hay quejío el arte jondo brilla por su ausencia o se eclipsa rápidamente.Niña Pastori se acerca a veces con su mejor voluntad, en compañía de un grupo reducido, y hace unos cantecitos que, en lenguaje taurino, calificaríamos como aseados. Después ya empieza con sus canciones de éxito -lo de Échame una mano, prima; lo de Yo te camelo-, el decibelio a toda pastilla y la voz siempre en el mismo tono, prácticamente sin inflexiones. El lenguaje ahora es el pasito de baile -meneíto para aquí, meneíto para allá-, mucha rumbita y un soniquete monocorde que puede llegar a ser irritante.

Niña Pastori

Con Luis Fernández (teclados); Antonio Ramos, Maca (bajo); Julio Jiménez, Chaboli (teclados/guitarra); José Carlos Gómez (guitarra española); Israel Suárez, Piraña (percusión); Tere y Triana Bautista (coros). Conde Duque. Madrid, 6 de julio.

Es verdad que a veces afloran tímidamente los compases de algunos palos flamencos -tanguillos, bulerías, alegrías, tangos...-, pero apenas si pueden levantar cabeza en el maremágnum de una música discotequera que arrasa con todo, que lo ahoga todo. Pretender distinguir en el tumulto algo que entendamos puede tener más valor; es, sencillamente, una bobería.

Es cierto que el patio central del Conde Duque estaba casi lleno de un público juvenil y con marcha en el cuerpo, que exteriorizaba desde antes de sentarse. Jóvenes quinceañeros y veinteañeros, y algo más talluditos también, que se movían en los asientos, canturreaban los temas, daban palmas presuntamente a compás y seguían el ídem con los pies, las piernas y todo el esqueleto.

Son los misterios del triunfo, en este mundo siempre imprevisible del espectáculo y la popularidad. Hay artistas de enorme valor que no logran romper el cerco de anonimato en que llevan muchos años de carrera, y hay muchas niñas Pastori que se encuentran con el triunfo arrasador muchas veces sin esperarlo. Por lo menos, en esa medida tan desaforada.

No estoy cuestionando, por supuesto, la dignidad del trabajo de Niña Pastori, hacia el que tengo un gran respesto. Sí cuestiono que manifestaciones artísticas más o menos triviales trasciendan todo tipo de cortapisas y se apoderen del favor del público con un producto en el que no hay valor tan determinante que lo justifique. El público que llenaba el Conde Duque es, sin duda, el de Niña Pastori, que tiene poco que ver con el público del flamenco. Lo que uno se pregunta es por qué esta cantaora, que tampoco tiene mucho que ver con el arte flamenco, sigue empeñada en hacernos comulgar con que ella canta jondo. Es como esos tres tenores famosos que quieren hacernos creer que cantan ópera cuando se juntan; hombre, no.

Toda la cultura que va contigo te espera aquí.
Suscríbete

Babelia

Las novedades literarias analizadas por los mejores críticos en nuestro boletín semanal
RECÍBELO

Archivado En