Tribuna:

Una difícil herencia para Bachar el Asad

Si Sadam Husein muriese mañana, su hijo Udai no tendría ninguna dificultad para ocupar su puesto, al menos durante un tiempo, porque la maquinaria de la dictadura estalinista de Sadam es muy simple: no existen camarillas rivales en delicado equilibrio, ni mucho menos grupos independientes de poder, sino sólo un sencillo aparato de terror. Con agentes de la policía secreta, informadores y provocadores esparcidos por todas partes, los aspirantes a conspiradores no pueden ni siquiera empezar a reclutar a gente para eliminar a Sadam. Cuando abordan a alguna persona, ésta se enfrenta al gran dilema...

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Si Sadam Husein muriese mañana, su hijo Udai no tendría ninguna dificultad para ocupar su puesto, al menos durante un tiempo, porque la maquinaria de la dictadura estalinista de Sadam es muy simple: no existen camarillas rivales en delicado equilibrio, ni mucho menos grupos independientes de poder, sino sólo un sencillo aparato de terror. Con agentes de la policía secreta, informadores y provocadores esparcidos por todas partes, los aspirantes a conspiradores no pueden ni siquiera empezar a reclutar a gente para eliminar a Sadam. Cuando abordan a alguna persona, ésta se enfrenta al gran dilema: es posible que la conspiración sea genuina y tal vez un día triunfe, pero lo más prudente es informar, porque si ya se han infiltrado en ella, el castigo es la tortura y la muerte. Lo único que hace falta para que la máquina del terror siga funcionando es anunciar periódicamente que se ha abortado alguna conspiración, seguido de varias detenciones públicas y ejecuciones televisadas, como hace Sadam Husein desde que está en el poder.La dictadura de Asad sólo se parecía a la de éste superficialmente. Desde luego, él también disponía de organizaciones rivales dentro de la policía secreta (la mayoría, con la etiqueta de "servicios de información"), con el fin de asegurarse de que ningún grupo fuera capaz, por sí solo, de derrocarle. Asad tenía también un cuerpo de guardia férreamente armado para su palacio, a cuyos oficiales había escogido cuidadosamente, sobre todo entre los miembros de su propia minoría, los alauíes, y algunos incluso entre sus propios familiares. Y también es cierto que en Siria las instituciones democráticas no son más que un mero escaparate. De la misma forma que Sadam reúne periódicamente a los cargos nombrados por él para que aprueben cada una de sus palabras, Asad también contaba con su Parlamento, que sólo valía para refrendar sus decisiones. De hecho, su control persiste incluso después de muerto, porque el Parlamento sirio acaba de dar un nuevo significado a la palabra servilismo al reformar la Constitución con el fin de rebajar la edad mínima requerida para asumir la presidencia, de 40 años a 34: da la casualidad de que ésa es la edad que tiene Bachar, el hijo y sucesor designado de Asad.

Sin embargo, hay una diferencia crucial y evidente entre las dictaduras iraquí y siria que afecta enormemente a las posibilidades de Bachar de conservar el poder que acaba de dársele. Aunque el régimen de Asad ha recurrido a formas extremas de brutalidad contra sus enemigos -empleó de manera contundente la artillería y los carros de combate contra refugiados palestinos y rebeldes islámicos a los que los israelíes habrían contenido con balas de goma-, nunca fue una dictadura de tipo estalinista, basada en el puro miedo. Los sirios debían tener cuidado con lo que decían, por supuesto, pero no había conspiraciones fabricadas para engañar a los enemigos de Asad y hacer que confesaran su deslealtad, ni purgas como las de Husein.

El método de Asad era muy distinto, su modelo no era el Stalin de las detenciones en masa y los juicios escandalosos, sino el del próspero padrino mafioso, que consigue la lealtad de todo el mundo castigando duramente la traición, sin duda, pero sobre todo repartiendo recompensas a sus esbirros. Dado que la economía siria no es precisamente brillante ni en sus mejores momentos y que hace mucho que está en declive, Asad no podía emular a los gobernantes de Arabia Saudí y el Golfo y regalar palacios y aviones privados a sus acólitos y partidarios. Pero sí disponía de un botín que podía dividir entre su Ejército y sus camarillas policiales y que, a su vez, le garantizaba la permanencia en el poder: el contrabando en la frontera con Líbano.

La parte más importante de ese contrabando es, desde luego, la exportación de narcóticos, tanto hachís como opio, desde la Bekaa, a cuyos señores feudales tradicionales se les despojó hace mucho del negocio de la droga, pese a que las tierras en las que se cultivan las plantas son suyas. En un gesto de equilibrio lleno de delicadeza y elegancia, Asad otorgó el comercio, sobre todo, a los jefes de las facciones no alauíes, que no tenían por qué apoyarle por lealtad étnica. Otras recompensas menores fueron a parar a otros grupos y facciones con el fin de ganar su fidelidad.

Bachar, joven y con buena formación, resulta muy plausible como reformista y modernizador, pero mucho menos como padrino mafioso. Precisamente, su juventud y su educación serán un estorbo a la hora de aglutinar a los partidarios de su padre, todos ellos mayores, mucho más duros y mucho más experimentados en los entresijos del poder.

Edward N. Luttwak es miembro directivo del Centro de Estudios Internacionales y Estratégicos de Washington.

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