Enterraron a un padre abrazado a su hijo

ENVIADO ESPECIALCompatriotas solidarios abrieron 700 fosas, con tres nichos cada una, en el cementerio General de Caracas, y en una de ellas enterraron a un padre y a su hijo tal como fueron encontrados: abrazados uno a otro. Él tenía unos 26 años y su hijo no llegaba a ocho. Murieron muy apretados, en compañía, como muchas familias sorprendidas por las avalanchas. Las fábricas de ataúdes trabajan las 24 horas en Venezuela, y muchos féretros son pequeños, a la medida de los niños sepultados por una tragedia que encoge el alma. El Gobierno trata de reducir el alcance de la catástrofe y, aunque ...

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ENVIADO ESPECIALCompatriotas solidarios abrieron 700 fosas, con tres nichos cada una, en el cementerio General de Caracas, y en una de ellas enterraron a un padre y a su hijo tal como fueron encontrados: abrazados uno a otro. Él tenía unos 26 años y su hijo no llegaba a ocho. Murieron muy apretados, en compañía, como muchas familias sorprendidas por las avalanchas. Las fábricas de ataúdes trabajan las 24 horas en Venezuela, y muchos féretros son pequeños, a la medida de los niños sepultados por una tragedia que encoge el alma. El Gobierno trata de reducir el alcance de la catástrofe y, aunque admite que hay miles de muertos y desaparecidos, la cifra real puede acercarse a los 25.000. Sigue en la página 6

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Miles de damnificados marchan por el fango huyendo de las inundaciones de Venezuela

Viene de la primera página En la funeraria Pompas Funebres de La Guaira, los deudos de un difunto le acompañaron al otro mundo arrastrados por un alud de agua y fango que sepultó el velorio. Los socorristas levantan en el litoral los cadáveres de esposas, maridos e hijos que retienen sus desgarrados familiares, y en el Estado de Vargas el agua caída compite en caudal con las lágrimas vertidas por la desesperación.

Columnas de venezolanos incapaces de soportar la espera en las estribaciones o picachos del Ávila arrancaron con lo puesto hacia Caracas, en una penosa travesía por veredas y lodazales que diezmó sus filas y tumbó definitivamente a muchos. Aquellos que llegaron a su destino relataron que durante el recorrido hacia las orillas del mar, en busca de los buques de la Marina, o hacia las carreteras vieron cuerpos y terrible destrucción. En los albergues, miles de personas, más de 7.000, preguntaban por quienes probablemente yacen a lo largo de los lechos y quebradas abiertos por las crecidas.

Los helicótperos y vehículos militares y civiles que cruzan las carreteras y cielos venezolanos en un tráfico incesante no sólo trasladan a los damnificados, concentrados por miles al pie de improvisadas pistas de aterrizaje. Cuerpos sin vida son alojados también en sus bodegas rumbo a Caracas para evitar que la descomposición abra el paso a una mortandad en cadena. "Mi marido ya está descompuesto. Lo que quiero es terminar, enterrarlo de una vez. No entiendo por qué los bomberos se empeñan si saben que murió en el derrumbe", se dolía Rosa Pichigua. Huele a muerto más que nunca en el litoral. "La vida no vale nada", decía un jardinero. Desanduvo el camino para comprobar que el césped de sus amores no eran sino un barrizal y lloró como si hubiera perdido un hijo.

Venezuela vive colgada de Vargas. "Entiende bien, allí no hay agua, ni comida. Eso es puro barro. No tienes hora de salida. Tienes que estar dispuesta a pasar hambre y sed", instruía el doctor Roberto Rincón a una joven médico en la base militar La Carlota, en el centro de Caracas.

El drama moviliza. El arquitecto Fruto Vivas propuso crear una ciudad de contenedores, un campamento construido con los depósitos utilizados para el transporte de mercancía en los que las miles y miles de personas sin casa puedan guarecerse. "En la Guaira antes de la catástrofe había cinco mil contenedores que se pueden agrupar en edificios de cuatro o cinco pisos". Vivas se compromete a construir 600 casas al mes con estos armazones, buena parte de los cuales flotan en el mar Caribe o han sido saqueados en busca de comida o botín.

Los testimonios sobre la irrupción de las torrenteras se suceden. Pilar González vivió el terremoto de 1967 en Macuto y no hay comparación posible. La devastación desencadenada la noche del miércoles último fue mucho más horrorosa. Antes de ponerse a salvo vio cómo toda la familia de un vecino era sepultada en segundo. "No hay palabras para describir eso, los gritos, todo". La mayoría de las víctimas quedó atrapada en sus viviendas y otros fueron alcanzados en la huida por lenguas de agua imposibles de salvar.

Los pobres no son los culpables, señala la profesora universitaria Teolinda Bolívar. Los venezolanos han tenido que aceptar casitas de 50 metros cuadrados a precios millonarios, frágiles alojamientos en los cerros barridos por las precipitaciones. Ningún Gobierno sentó las bases para solucionar la ampliación de los ranchos y, contrariamente, crecieron desordenadamente. "Debe hacerse una reflexión profunda del problema, preguntarse por qué la gente tuvo que construir en esos sitios". "¡Dónde me iba a meter si no tengo dinero para más", responden en los centros de refugiados quienes son instados a explicar las razones de su permanencia en laderas y cauces definitivamente condenados.

Un fotógrafo, Fernando Pulido, resumía la desolación, moral en muchos casos, registrada en la cornisa. "Todo el litoral central, lo que era la Guaira, es un campo de batalla donde los cadáveres son pisados por las personas que se dedicaron a saquear". La gran mayoría de los venezolanos no saquea: sólo llora o saca pecho para superar una tragedia de dimensiones desconocidas.

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