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Atom Egoyan y Takeshi Kitano dan un brusco giro a sus trayectorias

El canadiense Atom Egoyan y el japonés Takeshi Kitano han elaborado en su corta filmografía un estilo tan pronunciado que es fácil reconocer, en cuanto la vemos, una escena filmada por ellos. Y esto ocurre incluso cuando, como en El viaje de Felicia y Kikujiru, estos cineastas dan un brusco giro a los contenidos y las composiciones de sus relatos. Es gratificador ver juntas estas dos fascinantes películas, que tantean caminos hacia el cine futuro.

En El liquidador, Exótica y El dulce porvenir, las tres películas que le abrieron camino al ramillete de cineastas que están acotando la zona...

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El canadiense Atom Egoyan y el japonés Takeshi Kitano han elaborado en su corta filmografía un estilo tan pronunciado que es fácil reconocer, en cuanto la vemos, una escena filmada por ellos. Y esto ocurre incluso cuando, como en El viaje de Felicia y Kikujiru, estos cineastas dan un brusco giro a los contenidos y las composiciones de sus relatos. Es gratificador ver juntas estas dos fascinantes películas, que tantean caminos hacia el cine futuro.

En El liquidador, Exótica y El dulce porvenir, las tres películas que le abrieron camino al ramillete de cineastas que están acotando la zona del cine actual que se mueve en busca de raíces del cine futuro, Atom Egoyan nos sumergió en un mundo cercado y extraño, próximo al hermetismo, cuya retórica visual repele y fascina al mismo tiempo, pero que al final acaba secuestrando al espectador por la facilidad con que resuelve las complejidades que maneja y por el enigmático golpe de iluminación con que de pronto nos abre accesos al otro lado de sus oscuridades.Como suele ocurrirles a todos, o a casi todos, los cineastas poetas, Egoyan introduce en sus relatos algún complicado y a veces aparatoso entramado de sucesos relacionados con el tiempo. Si en aquellas tres películas trataba de manejar un tiempo visible, presente en el tempo poético y musical del filme, que a su vez se nutría de otros tiempos ocultos o secretos, ahora, en El viaje de Felicia transforma la ecuación y juega con tres tiempos evidentes completamente diferenciados, pero tan sutilmente fundidos que no es fácil saber cuándo la pantalla es invadida por uno o por los otros. El espectador ha de esforzarse desde la butaca en averiguar en cada escena qué momento de las tres historias cruzadas le está contando la película, lo que le obliga a participar en la construcción de su inteligibilidad, pues de lo contrario se perdería en sus recovecos.

Y esto es completamente nuevo en el estilo de Egoyan. La hermética, casi impenetrable, retórica visual de este superdotado inventor de imágenes oscuras, aligera su carta oscurantista y entonces es posible entrar en la película para recomponerla e interpretarla interiormente desde la sala.

Cine abierto

El estilo de Egoyan, hasta ahora siempre cerrado sobre sí mismo, se abre, se deja respirar desde fuera y, pese a la dureza y la gravedad del asunto que cuenta, origina un filme poroso, fácil de contemplar, pues no inmoviliza al espectador y le reduce a la pasividad, sino que le deja moverse interiormente, por lo que abre horizontes a su participación. De cineasta cerrado, despótico y creador de imágenes inaccesibles, Egoyan ha pasado a ser repentinamente un hombre de cine abierto y estimulador de la libertad del contemplador. Se trata, con toda evidencia, de un giro de estilo profundo, cuyo alcance todavía es impreciso y nos dirá dónde llega su inmediata obra futura.

Un nuevo y espectacular giro de estilo tiene también lugar en Kikujiru, la octava película del japonés Takeshi Kitano, otro tipo raro y hermético, una especie de jugador suicida e irónico contra la corriente, cuya terca y casi obsesiva indagación de los límites de la violencia contemporánea le conducen aquí a buscar una especie de tregua íntima, que es desplegada a lo largo de un relato itinerante de corte lírico y picaresco, una aventura de camino compartida por un viejo mafioso yakuza y un niño errante en busca, como en los viejos cuentos de hadas, de la casa de su abuela. Si hubieran contado hace un año que Kitano va a meterse en berenjenales como jardines versallescos, en vez de en sus proverbiales refriegas a tiro limpio, uno no se lo hubiera creído, y con sobradas razones.

La película es una delicia sorprendente, incatalogable, que podríamos resumir como el extraño descanso de un asesino sentimental que deja la pistola en su escondrijo bajo la alfombra de la casa y emprende un inesperado viaje, no hacía los límites de la violencia, sino hacia los límites del apaciguamiento, la amistad y la ironía. Si este camino, como el abierto por Atom Egoyan en El viaje de Felicia, tiene o no tiene billete de vuelta, lo comprobaremos también en la obra inmediatamente futura de este otro singular poeta de la imagen, convertido en avanzadilla del cine futuro. Porque tanto Kitano como Egoyan, por incompletas y discutibles que sean sus películas, son hombres de cine cuya sensibilidad carece de precedentes y sus trabajos se nos presentan en forma de islotes a la deriva dentro del tiempo que viene, buscando en él terreno firme para abrirse camino.

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