Editorial:

África y el sida

LA SOLIDARIDAD económica entre países ricos y pobres, que en muchos casos no pasa de ser un enunciado tranquilizador de la mala conciencia de los primeros, definitivamente no es aplicable al sida, como ha puesto de relieve la conferencia internacional sobre la enfermedad celebrada en Zambia. Los datos aireados en Lusaka trazan un paisaje abrumador que pone en cuestión incluso el futuro de algunos países en los que la epidemia avanza sin freno y sus efectos rebasan con mucho el mero enfoque sanitario. De entre los enemigos de África, el sida parece hoy, con diferencia, el más devastador.La Orga...

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LA SOLIDARIDAD económica entre países ricos y pobres, que en muchos casos no pasa de ser un enunciado tranquilizador de la mala conciencia de los primeros, definitivamente no es aplicable al sida, como ha puesto de relieve la conferencia internacional sobre la enfermedad celebrada en Zambia. Los datos aireados en Lusaka trazan un paisaje abrumador que pone en cuestión incluso el futuro de algunos países en los que la epidemia avanza sin freno y sus efectos rebasan con mucho el mero enfoque sanitario. De entre los enemigos de África, el sida parece hoy, con diferencia, el más devastador.La Organización de las Naciones Unidas estima que de los más de 34 millones de personas infectadas por el virus, al menos 23 millones viven en los países subsaharianos. En el continente negro, esta enfermedad de transmisión sexual o sanguínea -que ha causado desde su aparición, hace 20 años, la muerte de 14 millones de seres humanos- progresa mucho más rápidamente que en cualquier otra zona del mundo. Suráfrica, por ejemplo, cuenta con tres millones de seropositivos.

Es cierto que numerosos responsables políticos y religiosos africanos no están a la altura de la tragedia. Que carecen de la voluntad y convicción suficientes para galvanizar a los suyos sobre la necesidad imperiosa de cambiar arraigados hábitos sexuales. Pero mucho más decisivos en la hecatombe africana son los efectos de la desigualdad, la indiferencia con que el mundo desarrollado, el que dispone de las patentes, de los medios económicos y científicos, del poder político, asiste a lo que sucede más allá de su ámbito.

En Lusaka se han puesto una vez más de manifiesto las contradicciones entre las necesidades de los enfermos y las realidades económicas. Los países industrializados consiguen plantar cara a la epidemia con caros avances terapéuticos; pero los subdesarrollados, con los africanos a la cabeza, no pueden ni soñar con acceder a los medicamentos que frenarían su progresión. En la lógica de las multinacionales farmacéuticas no está el convertirse en organizaciones caritativas. Pero los Gobiernos de los poderosos tienen la obligación urgente de concertar un esfuerzo transnacional para impedir que África se vea diezmada, también, por el sida.

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