Crítica:FESTIVAL DE SANTANDER

El pianista Yung-Wook-Yoo interpreta un "rachmaninov" nuevo

Noche de clamoroso entusiasmo en el Palacio de Festivales que muchos santanderinos denominan todavía con cariño "La Porticada", en homenaje y recuerdo a la plaza que albergó el festival en sus primeras décadas. Sin ser especialmente sentimental en este género de nostalgias, pienso si no sería acertado oficializar el nombre del Palacio de Festivales con el añadido de "La Porticada".Después de una segunda Turandot que, como es natural, superó la primera, subió al escenario del Palacio de Festivales la Orquesta Nacional Francesa dirigida por el israelí Pinchas Steinberg, uno de los pocos continua...

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Noche de clamoroso entusiasmo en el Palacio de Festivales que muchos santanderinos denominan todavía con cariño "La Porticada", en homenaje y recuerdo a la plaza que albergó el festival en sus primeras décadas. Sin ser especialmente sentimental en este género de nostalgias, pienso si no sería acertado oficializar el nombre del Palacio de Festivales con el añadido de "La Porticada".Después de una segunda Turandot que, como es natural, superó la primera, subió al escenario del Palacio de Festivales la Orquesta Nacional Francesa dirigida por el israelí Pinchas Steinberg, uno de los pocos continuadores de la vieja y gran escuela europea de dirección. El programa cumplía, entre otros, el fin importante y esperado de presentar al triunfador absoluto del XIII Concurso Internacional de Piano de Santander Paloma O"Shea. Se trata de un artista veinteañero, Yung-Wook-Yoo, nacido en Seúl y, desde niño, con excepcionales dotes de intérprete y compositor. Conviene destacar el segundo aspecto, pues acaso explique mejor la mirada penetrante, el espíritu analítico, la aguda sensibilidad acústica y la imaginación poética que caracterizó su interpretación del Concierto número dos, en do menor, de Rachmaninov, obra, por cierto, de un extraordinario compositor y pianista.

La naturaleza del concierto obliga a pensarlo como creación pianística de alto vuelo expresivo y virtuoso, pero, no menos, como invención orquestal. Entonces, el papel del director recaba sus derechos y la versión ideal se produce por la plena identificación entre maestro, solista y conjunto.

Hay en este rachmaninov con un siglo a la espalda, una continua voluntad de cantar, pero el quid de la cuestión reside en hacerlo a su manera y no como si se tratara de un chaikovski II.

Tuvimos el curioso privilegio de escuchar un rachmaninov -justamente el más divulgado de todos- que sonaba a algo nuevo, sutilmente lírico y despojado de otra retórica que no fuera la suya propia. Con ella cabría contar también la herencia más lejana, pero evidente, de Chopin y el criterio personal de exponerlo todo con la transparencia del cristal. Yung-Wook-Yoo y sus colaboradores encantaron a la audiencia, que aplaudió y aclamó a este nuevo valor pianístico del siglo XXI. Me parece que el concurso de Santander ha alumbrado, una vez más, a una estrella de personalidad tan diferenciada y tempranamente definida como para ocupar un puesto singular y orientador en el firmamento musical de éste y de todo tiempo.

Causó bastante asombro la alta categoría individual y colectiva de la Orquesta Nacional Francesa; a mí me sorprendió tal asombro, sólo justificado por la menor presencia de los músicos franceses entre nosotros, si la comparamos con los de la Europa del Este, las del mundo germano o las norteamericanas. Quizá también al machaqueo de los autodenominados "periodistas especializados". Porque la Orquesta Nacional Francesa ha sido siempre una formación ejemplar desde los días iniciales de Ingel Brecht y Rosenthal hasta hoy mismo, sin olvidar las etapas de maestros como Munch, Martinon, Celibidache o Maazel. Con todos, en mayor o superlativo grado, se consiguieron versiones verdaderamente antológicas.

Lo fueron esta vez con Steinberg, las de los tres fragmentos de Fausto, de Berlioz, o el superanalítico trabajo en los Cuadros de una exposición, de Musorgski, en la orquestación de Ravel. No sólo por perfección, sino también por concepción global y por extremado detallismo, quedaron reveladas con verdadera magia todas las maravillas hechas por el compositor francés sobre la genial obra pianística del ruso, de modo que, como en Rachmaninov, todo nos sonó a nuevo y como recién descubierto. Tras la Gran puerta de Kiev, el público insistió con tal intensidad y constancia en sus aclamaciones que fueron necesarias un par de espectaculares propinas: la obertura de Russlán y Ludmila, de Glinka y Farandole, de La arlesiana, de Bizet.

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