Tribuna:

Perros de verano

ENRIQUE MOCHALES Hace tiempo salió en este mismo periódico una fotografía ilustrando una información sobre la peste porcina, bajo la cual se decía: "Operarios arrojan cerdos muertos a una fosa común". Yo agucé el ojo porque me pareció que había algo raro en la fotografía, en las posturas de aquellos cerdos, que me hacía pensar que estaban vivos. Llamé a un amigo y le comenté mi descubrimiento. "Oye, fíjate bien en la foto", le dije, "los cerdos están vivos". Creo que mi amigo había tirado el periódico después de leerlo o algo así y no se inmutó en lo más mínimo, porque a él el asunto de los c...

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ENRIQUE MOCHALES Hace tiempo salió en este mismo periódico una fotografía ilustrando una información sobre la peste porcina, bajo la cual se decía: "Operarios arrojan cerdos muertos a una fosa común". Yo agucé el ojo porque me pareció que había algo raro en la fotografía, en las posturas de aquellos cerdos, que me hacía pensar que estaban vivos. Llamé a un amigo y le comenté mi descubrimiento. "Oye, fíjate bien en la foto", le dije, "los cerdos están vivos". Creo que mi amigo había tirado el periódico después de leerlo o algo así y no se inmutó en lo más mínimo, porque a él el asunto de los cerdos, que a mí me parecía un auténtico Watergate, le importaba un bledo. Aunque yo tampoco estaba obsesionado con el cerdicidio, me extrañaba que nadie se hubiera fijado en que aquellos cerdos que caían a la fosa en la fotografía estaban vivos. Confieso que estuve tentado de escribir sobre ello, sobre aquel pie de fotografía que no correspondía a lo que mostraba la foto, y recalcar todo eso de que una imagen vale más que mil palabras. Ahora ha saltado a los medios la noticia de que, efectivamente, los cerdos estaban vivos y fueron lanzados a la fosa de una forma inhumana. Cientos de ellos. ¿Y a quién le importan unos cuantos cerdos? Pues la verdad, no sé si me importan tanto, no mantuve una relación sentimental con ninguno de ellos, pero es que la imagen se parecía demasiado a una escena de masacre humana, y los cerdos, cuyo corazón es tan parecido al nuestro, inspiraban horror y lástima. Si se empieza por suponer que el hombre es el dueño del planeta y que uno de sus objetivos es acabar en lo posible con el sufrimiento, deberíamos extender ese fundamento a nuestros hermanos menores los cerdos, con perdón. Este es un lugar, de todas formas, donde se ha magnificado algo que de por sí traduce la espiritualidad del maltrato a los animales: el sacrificio a los dioses. Heredamos los toros de los cretenses y nos los cargamos, tiramos cabras desde los campanarios, estiramos del cuello a los patos muertos -ocupación harto gratificante-, y cualquier tortura aplicada a un bicho sirve para que hagamos cultura. No olvidemos que durante mucho tiempo, en el circo romano, era la bestia la encargada de eliminar al hombre. Ahora nos hemos tomado la revancha. Se habla mucho de los derechos de los animales en general, y de los derechos humanos para los simios en particular. Yo no voy a entrar en una discusión filosófica sobre el tema, simplemente constato que lo que nos hermana a hombres y animales es la cercanía, no solamente genética, sino física. Seguramente, si alguno de nosotros hubiéramos tenido un contacto directo y continuado con un chimpancé, nos pronunciaríamos a favor de esos derechos. Basta con mirar a un simio a los ojos para sospechar que su mirada es demasiado humana como para no poseer inteligencia. Mientras que los experimentos realizados con simios oscilan entre lo supuestamente fundamental para la medicina y la simple producción de cosméticos -experimentos en virtud de los cuales se le puede cortar el cuero cabelludo y el cráneo a un mono vivo y aplicar cables y agujas a su cerebro palpitante-, a los cerdos se los cargan sin ningún miramiento, los tiran a una fosa y al que sobrevive al golpe o a la asfixia le pegan un tiro mal dao. A las focas se las mata a hostia limpia con palos y el hielo se convierte en una auténtica orgía de sangre. A los conejos utilizados en los laboratorios se les pone un arnés en el cuello para que no puedan mover la cabeza, mientras un colirio experimental les es aplicado en los ojos día y noche. Podría seguir con los ejemplos, y los hay aún más crueles. Pero creo que me queda más cercano acordarme de los humildes perros de verano. Aquellos galgos flacos que aparecen ahorcados de un árbol, o esos otros perros feos del arcén, abandonados y sedientos, trotando con la lengua fuera rumbo a un destino incierto. Unos y otros son siluetas que se recortan sobre el asfalto caliente, sombras que alguien atropella con su automóvil y que ahora agonizan al borde de la carretera, en un ingrato amanecer. Triste pago a cambio del amor que profesaron a sus amos.

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