Tribuna:

Sesos de arena

JAVIER MINA Acaba de aparecer un libro escrito no se sabe muy bien si por un científico con ramalazo o por un visionario con mucha ciencia, pues lo que cuenta no lo soñó ni el Julio Verne más inspirado, aunque sólo fuera porque en su época, pese a sobrar las cabezas privilegiadas, no había chips. Y de eso trata el libro, de chips y de cabezas. Más bien de lo que puede suceder cuando a uno le injertan un cacho de silicio en la sesera y las neuronas se ponen a jugar con él como críos con vídeozapatos nuevos. A decir verdad el mensaje no es novedoso por imaginar semejante cosa sino por vaticinar...

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JAVIER MINA Acaba de aparecer un libro escrito no se sabe muy bien si por un científico con ramalazo o por un visionario con mucha ciencia, pues lo que cuenta no lo soñó ni el Julio Verne más inspirado, aunque sólo fuera porque en su época, pese a sobrar las cabezas privilegiadas, no había chips. Y de eso trata el libro, de chips y de cabezas. Más bien de lo que puede suceder cuando a uno le injertan un cacho de silicio en la sesera y las neuronas se ponen a jugar con él como críos con vídeozapatos nuevos. A decir verdad el mensaje no es novedoso por imaginar semejante cosa sino por vaticinar que dentro de diez años será más raro el que no lleve media docena de peinetas informáticas insertadas en la olla y se emperre en pensar por su cuenta que quien a fuerza de implantes no sepa si le queda una miaja de cerebro biológico propio. Ése es el plazo. De aquí a una década nuestras neuronas podrán interactuar con los circuitos de una placa varada en las ondas cerebrales chupándole cuanta información contenga. Por ejemplo, la Enciclopedia Británica (porque todo esto vendrá en inglés), aunque puede que no falten quienes por el gusto de epatar se metan en el caletre los listines telefónicos de varias provincias o, si son más tier-nos, las novelas de Corín Tellado. Ni que decir tiene que todos podremos ser políglotas con sólo hincarnos la pastilla correspondiente en el lóbulo adecuado. Claro que también podemos volvernos monolingües a nada que no interese mantener costosos idiomas minoritarios o bien porque se produzcan ofertas irresistibles en los de mayor demanda, conque ni siquiera podrán bajar la guardia entonces quienes ya desde hoy se han erigido en centinelas de algunas lenguas. Adquirir conocimientos estará chupado e incluso procurarse el conocimiento de qué hacer con los conocimientos, por lo que es muy fácil que se vayan al carajo esas coartadas sociales que llamamos educadores. Habrá chips para desarrollar determinadas destrezas de índole relacional, amatoria o artística; de ahí que convertirse en líder político carismático como Ibarretxe, emular a Mesalina o Casanova y codearse con Chopin no tenga ningún mérito. Ser genio estará al alcance del cerebro más obtuso. Sólo que habrá diferencias. ¿Cómo no las iba a haber si ahora mismo, cuando saltar lo puede hacer cualquiera, hay muy pocos que salten más de ocho metros? Pues eso. La verdadera revolución no estará ahí, sin embargo. Pasado el inicial entusiasmo por el desasnamiento colectivo vendrá lo mejor. En cuanto la relación entre la neurona y el chip se haga de doble dirección, nuestros conocimientos y todo lo que nos constituye podrá irse hacia la tarjeta de silicio como se van por el agujero del váter otros partes menos valiosas de nosotros. El ser emigrará a los circuitos electrónicos y a través de ellos podrá alojarse en un disqué o en un disco duro. A partir de entonces podremos ser tan inmortales como las máquinas y el fluido que las alimen-ta. La eternidad -y posiblemente el comunismo- sólo consistirá en repuestos y electricidad. Pero esto ya lo dijo en un libro anterior no sé si el mismo visionario u otro, quizás algún Superordenador que se está expresando de diversos modos. Lo que no sabremos es si valdrá la pena. Vivir eternamente en un mundo convertido en biblioteca a lo mejor sólo le hubiera gustado a Borges. ¿Resistiríamos la desaparición de las realidades nacionales? Claro que, gracias a Internet también sería posible viajar e incluso tener el cerebro a la vez en todas las partes del mundo. Además, el sexo virtual ya es un hecho como lo son las aventuras que deparan ciberjuegos cada vez más complejos, de modo que también sería posible vivir todas las edades en una (la juguetona niñez, la concupiscente adolescencia, la sesuda madurez) y, gracias a determinados periféricos, podríamos hasta ver, oler o andar. Sólo tendríamos que adaptarnos a sabernos cachivaches y a sobrevivir a virus informáticos que podrían borrarnos del mapa. A menos que nos borrase un Tercer Mundo harto de verse gobernado por máqui-nas. Porque seguro que no les dejamos que les llegue ni para implantarse caspa en la chola.

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