Editorial:

Doble rasero

El desinterés de EE UU por las pautas internacionales sobre derechos humanos no se limita a los aspectos exteriores, aunque éstos son llamativos. Se trate de prohibir las minas terrestres, el reclutamiento militar de menores de 18 años o incluso la creación de un Tribunal Internacional de Justicia, las obstrucciones sistemáticas, cuando no los vetos directos, suelen dejar a Washington en evidencia en muchos foros mundiales. Otras veces la gran democracia americana se distancia de sus compromisos introduciendo reservas a los tratados que ha ratificado o, simplemente, no aplicándolos en su total...

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El desinterés de EE UU por las pautas internacionales sobre derechos humanos no se limita a los aspectos exteriores, aunque éstos son llamativos. Se trate de prohibir las minas terrestres, el reclutamiento militar de menores de 18 años o incluso la creación de un Tribunal Internacional de Justicia, las obstrucciones sistemáticas, cuando no los vetos directos, suelen dejar a Washington en evidencia en muchos foros mundiales. Otras veces la gran democracia americana se distancia de sus compromisos introduciendo reservas a los tratados que ha ratificado o, simplemente, no aplicándolos en su totalidad. En realidad, el país que se autoproclama adalid planetario de los derechos humanos exhibe también de puertas adentro una trayectoria más que discutible.En pocos terrenos es tan obscena esta ambivalencia como en la aplicación de la pena de muerte. Su última víctima -van más de 500 desde su reinstauración en 1976- ha sido un ciudadano alemán, Walter LaGrand, convicto de asesinato y gaseado el miércoles en Arizona pese a multitud de intercesiones y la petición expresa de aplazamiento del Tribunal Internacional de Justicia. Bonn acusó ayer a su aliado transatlántico de usar las ejecuciones para aumentar la popularidad de los gobernadores y fiscales estatales y de mofarse de la Convención de Viena, de la que Washington es signatario y que garantiza a los extranjeros la ayuda de sus embajadas.

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A la dedicación con que EE UU aplica una pena desterrada virtualmente de cualquier sistema democrático no es ajena la popularidad del castigo: casi el 77% de los ciudadanos aprueba regularmente las ejecuciones (más de 50 el año pasado), convertidas, sobre todo en los Estados sureños, en un aspecto más de la cultura local.

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En los corredores de la muerte de las prisiones esperan más de 2.300 condenados. Entre ellos, el español José Joaquín Martínez, pendiente de un recurso en Florida y que proclama su inocencia. En los estadounidenses no parece hacer mella el hecho comprobado de que uno de cada siete condenados resulta finalmente inocente. Los ciudadanos de la única superpotencia -ante los que Juan Pablo II calificó en enero la máxima pena de "cruel e inútil"- parecen vacunados contra la duda por el hecho de poseer una Constitución generosa, un sistema judicial independiente y una larga tradición de libertades. Pero los hechos son contumaces. Y, como denuncian sus organizaciones de derechos humanos y confirman informes ad hoc de la ONU, la pena de muerte, más allá de su horror intrínseco, se aplica en EE UU de forma arbitraria y discriminatoria: la sufren más los negros y los pobres que los blancos que pueden pagar una defensa. Y alcanza incluso a deficientes mentales o a personas que tenían menos de 18 años cuando cometieron el delito que les lleva muchos años después ante el verdugo. El manifiesto doble rasero de Estados Unidos no sólo compromete su credibilidad internacional cuando pretende criticar los abusos cometidos por otros. Hipoteca también su percepción por los demás como una sociedad moderna y progresista.

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