Tribuna

Imprescindible acción pública

El Ministerio de Cultura se ve atacado por los dos flancos y por la retaguardia. A un lado, embiste a ratos, cuando no está ocupado en batallas de más monto, como la defensa del billón y pico de las eléctricas, una tropa de neoliberales, partidarios del darwinismo cultural y de las transferencias a las empresas. Al otro, y a mayores intervalos, los periféricos, que en nombre de la plurinacionalidad del Estado no ven con buenos ojos que la nación mayor tenga un organismo estatal a su disposición mientras ellos, minoritarios, deben conformarse con una consejería autonómica (utilizada contra sus ...

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El Ministerio de Cultura se ve atacado por los dos flancos y por la retaguardia. A un lado, embiste a ratos, cuando no está ocupado en batallas de más monto, como la defensa del billón y pico de las eléctricas, una tropa de neoliberales, partidarios del darwinismo cultural y de las transferencias a las empresas. Al otro, y a mayores intervalos, los periféricos, que en nombre de la plurinacionalidad del Estado no ven con buenos ojos que la nación mayor tenga un organismo estatal a su disposición mientras ellos, minoritarios, deben conformarse con una consejería autonómica (utilizada contra sus propios fines, como veremos, en el caso catalán). Por detrás, actúa de zapador anarcoide más de un intelectual que, por estar instalado y vivir a cargo del erario público o de la industria editorial, se cree en la coqueta obligación de hacerse el pijo: "Nada, nada, a derribarlo, la cultura somos yo (sic)". Atacado por tres bandas, pero enfrente no tiene enemigos, sino numerosos sectores que lo justifican como el siervo al señor: una nutrida multitud de profesionales o aspirantes cuyo futuro depende en buena parte de una acción pública eficiente y de envergadura. En España sólo puede hablarse en propiedad de dos ministros de Cultura, Javier Solana Madariaga y Jorge Semprún Maura. La política del primero consistió en convertir a Madrid, por primera vez en siglos de historia, en la indiscutible y hegemónica capital cultural de España, mediante la construcción o remodelación de grandes equipamientos (CARS, Auditorio, Teatro Real, Tyssen) y el apoyo a las industrias de la cultura y de la comunicación, según el modelo centralista de París, Londres y el Berlín de los buenos tiempos. El segundo, de mentalidad bastante más pluralista, intentó un reequilibrio. Suya es la contribución a los equipamientos de otras ciudades, singularmente de Barcelona, así como el reparto de la herencia de Dalí. No tuvo tiempo para más. En cuanto se dieron cuenta, le echaron. Ahí va una supuesta conversación entre Madrid y Barcelona que sintetiza la situación. "Usted no ha espabilado". "Usted, demasiado". "¿Por qué se ha encerrado usted en el ombligo catalán?". "Porque le tenía bastante estropeado, aunque dígame, ¿por qué ha invertido usted tanto dinero público en hacer de Madrid una gran capital cultural?". "Porque, habiendo repartido poder político, quería recuperarme". El resultado es que las oportunidades de darse a conocer, de triunfar o simplemente de vivir de una profesión cultural en la mayoría de sectores de la cultura son hoy, proporcionalmente al desarrollo general, mayores en Madrid y menores en Barcelona que veinte años atrás. Y, lejos de corregirse, la tendencia se acentúa. ¿Por qué Pujol apunta a nacionalistas vascos y gallegos a su demanda de supresión del ministerio? En tiempos de Prat de la Riba, la cultura era un elemento estratégico del catalanismo. En tiempos de Pujol, la acción pública de la Generalitat ha resultado de mínimos, cuando no de ceros a la izquierda. Incapaz de oír un concierto, degustar un buen plato o deleitarse con un libro de ficción que no contenga una lectura sociológica, Pujol tiene ojeriza personal a la cultura, y mucho más a los que la hacen (y tanto peor si son de los suyos). En su estrategia particular, la cultura catalana no es más que la escoba del tren de la bruja, que sólo sirve para espantar españoles (algunos de los cuales chillan un poco, bien por cortesía, bien por histerismo), a ver si se portan mejor. Que la escoba se esté quedando desplumada y llena de hollín durante su presidencia debe de ser, se sospecha por Barcelona, un íntimo y oculto motivo de satisfacción para Pujol I, el conquistador de Cataluña. No quiere para los demás lo que tampoco quiere para él. En conclusión, deberíamos de estar de acuerdo en tres extremos. Uno, que España no debe ser en ningún caso uno de los primeros países europeos que abandonaran la acción pública sobre la cultura. Dos, que el gasto público del Estado en cultura, sin contar el de las comunidades autónomas, las diputaciones y los ayuntamientos, debería rondar al 1% europeo, multiplicándose, pues, por cinco (en la actualidad el presupuesto de Cultura es de 64.000 millones sobre 31 billones). Y tres, que si en algo hay que rectificar, es recuperando la estrategia reequilibradora de Semprún: la España común es más viable con varias capitales culturales (por lo menos dos) que solamente con una. Todo lo demás es discutible.

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Xavier Bru de Sala es periodista y escritor. Ha sido director general de Cultura de la Generalitat de Cataluña.

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