Tribuna

El eje Ankara-Jerusalén

La conocida máxima de que los amigos de mis enemigos son mis amigos en ningún lugar del mundo es mayor verdad que en Oriente Próximo. La reciente detención del líder kurdo Abdalá Ocalan y su traslado a una prisión turca con la más que probable colaboración de los servicios secretos israelíes descorre una esquina del velo con que ambos países, Israel y Turquía, envuelven su creciente proximidad, que sólo la conveniencia diplomática les impide calificar de eje. Esta convergencia de intereses entre la mayor potencia musulmana, militar y económica, de la zona y el gran poder sionista no es fruto, ...

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La conocida máxima de que los amigos de mis enemigos son mis amigos en ningún lugar del mundo es mayor verdad que en Oriente Próximo. La reciente detención del líder kurdo Abdalá Ocalan y su traslado a una prisión turca con la más que probable colaboración de los servicios secretos israelíes descorre una esquina del velo con que ambos países, Israel y Turquía, envuelven su creciente proximidad, que sólo la conveniencia diplomática les impide calificar de eje. Esta convergencia de intereses entre la mayor potencia musulmana, militar y económica, de la zona y el gran poder sionista no es fruto, por añadidura, de una situación coyuntural, sino que está firmemente arraigada tanto en las necesidades estratégicas de Ankara y Jerusalén como en la misma mística nacional que arropó la fundación de los Estados respectivos; Turquía, en 1923-1924, e Israel, en 1948. Ambos procedían entonces a reinventarse a sí mismos.El pueblo turco fue el creador del Imperio Otomano, que alcanzó su mayor cota territorial con el segundo y último cerco de Viena, en 1683; tras un largo periodo de decadencia que comienza ya a final del siglo XVIII, Gran Bretaña y Francia habían previsto, tras la derrota de Constantinopla en la Gran Guerra (1918), no sólo la desaparición del imperio, sino la reducción de la nación turca a un breve corazón anatólico en la península de Asia Menor.

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La contraofensiva nacionalista, dirigida por un hombre excepcional, Mustafá Kemal, derrotó a los invasores griegos en 1923 en la batalla del río Sakarya, preservando así toda Asia Menor y un fragmento de la expansión otomana en Europa como hogar nacional del nuevo Estado turco, cuya capital se trasladó entonces de Estambul (Constantinopla) a Ankara, en la meseta de Anatolia.

A la desaparición del califato y proclamación de la república en 1924 siguió la declaración de laicidad del Estado; la depuración de la lengua turca de elementos árabes y persas, lo que exigió la invención de más de 5.000 vocablos para taponar huecos, y, en general, un gran movimiento de occidentalización que equivalía a pensar una nueva nación. Israel había pasado por un proceso muy parecido durante esos años veinte y treinta con la agresiva colonización de Palestina, la edificación de un Estado y la reconstrucción de una lengua, el hebreo, que había que rescatar de los cánticos del shábat y surtir también de conceptos contemporáneos, de forma que la proclamación del Estado de Israel, en 1948, es sólo el bautizo de una nación que ya lo era en todo, menos en el nombre.

Tanta coincidencia bautismal y la común oposición al mundo árabe circundante unen en un ideograma de acero los intereses de ambos países. Por ello, Turquía es el único país musulmán en reconocer de iure a Israel ya en 1950, mientras que el otro gran aliado islámico de Jerusalén, el Irán del sha, tan sólo lo hace de facto en 1960, algo efectivo hasta la caída de Reza Pahlevi, en 1979.

Aunque de una manera mucho más matizada que Israel, que ve amenazada su existencia por la vecindad árabe, Ankara no halla tampoco a su alrededor más que motivos de recelo. Con Egipto hay desde los años cincuenta una obvia rivalidad por el liderazgo estratégico en la zona, y con Siria e Irak media un problema mucho más grave, creado por la dispersión de minorías kurdas en el antiguo Imperio Otomano. Por eso son asuntos clave para Turquía el hecho de que los kurdos gocen de una más o menos verosímil autonomía, como ocurre en los años setenta en Irak, o de que Siria sirva de santuario para la guerrilla kurda antiturca, como asegura Ankara que Damasco tolera de oficio para ganarse la quietud de sus propios kurdos.

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Todo ello sólo deja como aliados posibles de Turquía a Israel y al Estado comodín, primero de los británicos y hoy de los norteamericanos, que es Jordania. La firma del acuerdo de paz entre Ammán y Jerusalén de septiembre de 1994 (tras Egipto en 1979 y la OLP en 1993) acaba por dibujar un perfecto triángulo de discretas complicidades. Sólo al cabo de tanta paz, Turquía osa suscribir en 1996 un pacto militar con Israel, y el jefe de Gobierno turco de la época, el derechista Mezut Yilmaz, es el primero a su nivel en visitar oficialmente Jerusalén en septiembre de 1998, después, por añadidura, de haber rendido visita a la capital jordana.

El gran negocio turco-israelí es hoy el entrenamiento de pilotos israelíes en los cielos de Ankara -aunque no de turcos en Israel, porque eso molestaría a un país de la OTAN como Grecia-, junto con el acuerdo de cofabricación de blindados y helicópteros, y sustanciosos contratos para la modernización de los F-4 y F-5 norteamericanos de la Fuerza Aérea turca.

Junto a todo ello, no hay que dudar que los servicios de información de Ankara y Jerusalén trabajan con mutuo conocimiento en todos los asuntos de interés común: el mundo árabe oriental, la reivindicación palestina y el crecimiento del integrismo islámico. Por eso, haya habido o no actuación directa de los servicios israelíes, está garantizado algún tipo de conexión con la detención de Ocalan. Donde hay una carreta, siempre es mejor contar con dos bueyes para tirar de ella que con uno solo. Por eso existe hoy un eje geopolítico turco-israelí.

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