Tribuna:

La moral, según Álvarez Cascos

La casualidad, o quién sabe si el destino, hizo que, el mismo día en que estaba yo enfrascado en la lectura del hermoso librito de Alain Renaut El futuro de la ética, la radio episcopal rechinara en mis oídos con unas cuantas lecciones sobre tan encomiable disciplina, a cargo nada menos que del vicepresidente primero del Gobierno. "A veces", le oí decir, "entre lo ético y lo legal hay un abismo y, en estos momentos, el problema ya no es tanto de legalidad, sino de ética". ¡Caramba! -pensé yo-, no hay como llegar al poder, o pertenecer a una tertulia de radio, para creerse uno que entien...

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La casualidad, o quién sabe si el destino, hizo que, el mismo día en que estaba yo enfrascado en la lectura del hermoso librito de Alain Renaut El futuro de la ética, la radio episcopal rechinara en mis oídos con unas cuantas lecciones sobre tan encomiable disciplina, a cargo nada menos que del vicepresidente primero del Gobierno. "A veces", le oí decir, "entre lo ético y lo legal hay un abismo y, en estos momentos, el problema ya no es tanto de legalidad, sino de ética". ¡Caramba! -pensé yo-, no hay como llegar al poder, o pertenecer a una tertulia de radio, para creerse uno que entiende de todo y que debe dar su opinión sobre todas las cosas. La diferencia entre los tertulianos y el señor vicepresidente reside, claro está, en que este último padece, además, una irrefrenable tendencia a convertir sus discutibles pareceres en trágalas. Y palo y tentetieso al que no esté de acuerdo.Lo de menos es que las declaraciones citadas tuvieran que ver con evento tan trascendente para el futuro del país, y la felicidad de los gobernados, como la retransmisión, o no, por televisión en abierto de un partido de fútbol. Más interesante resultaba que su aproximación intelectual a las relaciones de la moral con la ley se hicieran el mismo día en que habría de despedirse como secretario general del Partido Popular. Esta retirada se ha presentado como símbolo inequívoco del "viaje al centro" de este último, viaje en el que no debe acompañarle el Gobierno, habida cuenta de la relevante permanencia del señor Álvarez Cascos en él. Salvo que el destino final sea el centro de la Tierra.

La obsesión de don Francisco por el balompié viene de antaño, y me pregunto yo si tanta pasión futbolera no anuncia la resurrección de tiempos -aparentemente periclitados- en que nuestros conciudadanos comenzaron a dividirse entre dos plataformas digitales, a las que identificaban, casi, con el fantasma redivivo de las dos Españas. Tenemos, por lo mismo, derecho a preguntarnos si el Gabinete está más interesado en llevar adelante sus propuestas demagógicas sobre el deporte en televisión que en cumplir las leyes que él mismo propicia y otros hemos combatido, aunque las acatemos. O sea, es preciso averiguar si el respeto al Estado de derecho, y a las normas de convivencia democrática, abarca la seguridad jurídica de los contratos -en este caso, sobre los derechos de retransmisiones deportivas-, incluso si esos contratos no son del agrado de la autoridad. Porque ésta ha usado de cuanta fuerza y argucia es imaginable para intervenir abusivamente en un terreno que, por naturaleza, debe quedar reservado a la autonomía de decisión de la sociedad civil. Pero como ni aun aplicando sus lamentables normas logra los objetivos que se había propuesto, se vuelca entonces en denuestos contra todo el que no participa de sus tesis.

Ya digo que no es de fútbol de lo que pretendo escribir, ni mucho menos de televisión, sino de ética, azuzado por el gusanillo de la intervención radiofónica citada y por la comprobación de que esas palabras no constituyen un recurso ocasional, sino que responden a una preocupación muy arraigada en la conciencia del señor vicepresidente. En efecto, pocos días antes, con ocasión de recibir el premio de "ovetense del año", ya se había permitido ejercer su magisterio sobre idéntica materia. En su discurso de agradecimiento expresó una premonición singular al decir que el sigloXXI "probablemente tendrá que ser el de la telepatía y de la ética". Ignoro por completo los avances científicos sobre la transmisión del pensamiento, aunque no me importaría aprender también acerca de ellos, si el número dos del Gobierno se empeña en enseñarme. Lo que me fascina, de nuevo, es la obsesión moralista de este caballero, que derrocha tiempo y sabiduría en ilustrarnos sobre la honestidad necesaria en la vida pública, como si él representara el paradigma de los valores morales de nuestra sociedad. Repito que es una enfermedad frecuente de los poderosos suponer que su influencia se desparrama, también, en su pericia, aunque desde el anuncio de la muerte de Montesquieu, hecho por Alfonso Guerra, no había asistido yo a prédica intelectual tan memorable como ésta. Será que lo da la vicepresidencia.

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Me parece intuir que, al fin y al cabo, el señor Álvarez Cascos se siente legitimado no sólo para gobernar -que lo está-, sino para establecer lo que es decente y lo que no, lo que resulta ético y lo que no, con independencia de lo que diga la ley, tan apartada, la pobre, de los criterios de moralidad al uso. Y eso incluso si hablamos de preceptos que él mismo ha dictado, como la famosa y malhadada "ley del fútbol", y que sólo logró sacar adelante con el brillante concurso del partido comunista, pues ni siquiera sus aliados en el Gobierno eran capaces de endosar semejante chapuza. He de decir cuanto antes que esa norma ha sido recurrida ante el Tribunal Constitucional y que a mí me parece no sólo confiscatoria, sino absolutamente irreconciliable con un mínimo sentido de la equidad y de la justicia. Pero, mientras siga vigente -espero que por poco tiempo-, es ley que obliga a todos y, por lo tanto, parte de nuestra moral colectiva. No sólo ella, desde luego, sino también el resto del ordenamiento jurídico, que permite, en gran medida, evitar que las arbitrariedades y caprichos del poder logren imponerse. La suposición de que una ley democrática, una vez refrendada por todas las instancias previsibles, pueda encontrarse separada de la ética por un abismo nos remite a la creencia de que existe una moral verdadera, un mundo de valores único e indiscutible, aceptado por todos y que sirve de referente a la sociedad, fuera del universo jurídico. Ésta es una concepción característica de las épocas en las que los valores establecidos tenían origen divino. Desde que los ciudadanos reclamaron su independencia frente al poder, la ley no es más la manifestación de la verdad revelada, sino la expresión de los límites sociales a la libertad individual. Que el vicepresidente Álvarez Cascos pueda suponer que existe un concepto de decencia política al margen de la legalidad vigente -cabe deducir que es él quien determina los perfiles de esa decencia- es sólo la secuela lógica de su pensamiento reaccionario. Si semejante mentalidad se pone, además, a disposición de políticas destinadas a favorecer a los amigos y perjudicar a los adversarios, y se utiliza en ello la aparatosa parafernalia represiva que el Gobierno controla, las consecuencias para el desarrollo de la convivencia democrática pueden ser funestas. Eso es, en definitiva, lo que sucedió y lo que sucede -por lo que se ve- con la "pelea digital". ¿Desde qué tribuna ética se puede impartir doctrina alguna cuando el poder cambia sus alianzas, renuncia a sus principios, retuerce los argumentos y radicaliza el populismo de los discursos, con el único objetivo de castigar a quienes no se le humillan?

Las continuas apelaciones al interés general que el Gobierno ha hecho durante la llamada "guerra del fútbol", para tratar de minar los intereses económicos y la capacidad profesional de un grupo de comunicación que no le es dócil, van más allá de la demagogia. El único interés general, el valor fundamental que es preciso defender en cualquier democracia, es el respeto a la ley y al Estado de derecho, el buen funcionamiento de las estructuras sociales y la existencia de una normativa, que obliga a todos. Eso implica, también, no utilizar las leyes como hachas contra el enemigo y procurar que sean fruto del debate y el consenso. Debería saberlo especialmente bien el dirigente de un partido que ha llegado al poder exhibiendo una vitola liberal, bastante injustificada, salvo en las consecuencias depredadoras de ciertos procesos de privatización de empresas públicas, llevados a cabo con una óptica, por cierto, muy vecina al interés particular de grupos y conciliábulos. La ética de nuestro tiempo, por utilizar palabras de Renaut, se caracteriza porque la determinación de reglas y normas se lleva a cabo "mediante su libre establecimiento por las voluntades individuales o las de grupos". Esto provoca algunos problemas adicionales respecto a la multiplicación de los valores éticos, problemas que demandan, precisamente, un reconocimiento activo de la ley como referente necesario del orden moral de la sociedad. Y eso es precisamente lo que niega el Gobierno por boca de su vicepresidente, cuando cita a Séneca para recordar que "lo que las leyes no prohíben puede prohibirlo la decencia". No hay un concepto de decencia democrática ajeno al universo jurídico, aunque no piensen así los totalitarios de cualquier índole proclives, por lo mismo, a estimar que el fin, si es bueno, justifica los medios.

La confusión sobre estas cuestiones no es privativa, por lo demás, de los líderes del partido gobernante. Pero ellos tienen más responsabilidad que ningún otro a la hora de hacer valer la vigencia de los principios democráticos. Afirmaciones parecidas a la de que las leyes democráticas están superadas por el concepto de la ética o de la honestidad -progresiva-mente subjetivo en los tiempos que corren- son las que sirven de amparo, por ejemplo, a los abertzales, a la hora de vulnerar principios básicos del ordenamiento legal, en nombre de un supuesto interés general del pueblo vasco, cuya definición se arrogan ellos, unilateralmente. De modo que ya es triste que tenga que ser por el fútbol, y no por cuestiones cruciales para el devenir de nuestro pueblo, por lo que haya que emprender este debate acerca de la ética. Nos queda, sin embargo, la alegría del descubrimiento de un nuevo y aplicado cátedro, sin escrúpulo alguno a la hora de dar lecciones que nadie le había solicitado.

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