Tribuna:

Viagra y virilidad

Hace unos días escuché, en un telediario del mediodía, que un rabino de la comunidad ultraortodoxa judía había recomendado a sus hombres que utilicen la viagra para potenciar sus relaciones sexuales. La locutora sonrió ante lo que parece una salida impropia de una autoridad religiosa, a la que cabe suponer alejada de los anhelos y las angustias amatorias de los mortales. Lo cual no es cierto si se piensa en la larga tradición de las Iglesias, judía o católica, de intervenir en los asuntos domésticos. Es fácil entender, en este sentido, que en la intención del rabino está el que el marido en di...

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Hace unos días escuché, en un telediario del mediodía, que un rabino de la comunidad ultraortodoxa judía había recomendado a sus hombres que utilicen la viagra para potenciar sus relaciones sexuales. La locutora sonrió ante lo que parece una salida impropia de una autoridad religiosa, a la que cabe suponer alejada de los anhelos y las angustias amatorias de los mortales. Lo cual no es cierto si se piensa en la larga tradición de las Iglesias, judía o católica, de intervenir en los asuntos domésticos. Es fácil entender, en este sentido, que en la intención del rabino está el que el marido en dificultades pueda copular con la esposa y cumplir así la ley divina de aumentar la descendencia. Con ello el sacerdote judío se mantiene en una antigua representación de la virilidad como fuerza procreadora por la que los hombres se hacían estimables a los ojos de la comunidad que propugnaba el valor de la descendencia. En esta tradición de pensamiento se estimaba que si la relación amorosa no producía frutos se debía más a la debilidad de las mujeres que a la incapacidad de los hombres. Los sacerdotes católicos, en cambio, han torcido el gesto ante la promesa de relación carnal y sensualidad que significa el uso del fármaco. Así han dicho a sus fieles que no se dejen mover por los intereses del mercado y continúen actuando como siempre, amando, procreando y pariendo "naturalmente". Es decir sin ningún recurso a la ciencia médica, o a la razón simplemente, que hiciera estos actos más gratos y más acordes con la voluntad de los practicantes. En el caso de la Iglesia de Roma las normas morales que se imparten proceden de otra tradición de pensamiento. Desde la que no es pensable que se den las recomendaciones hechas por los rabinos. A los sacerdotes católicos les costó siglos de lucha dominar la "naturaleza" de los hombres, ordenar su virilidad hacia la contención de su sexualidad y no parece que ahora se avengan a modificaciones. Las cosas debieron ocurrir como las contó Buñuel en su película Simón del desierto. En ella el cineasta narra la titánica lucha de los cristianos primitivos que, en su afán de perfección, se aislaron del mundo y de sus placeres, dominando su cuerpo para resistir al deseo de la mujer. Buñuel, educado en la religión católica, conocía bien la moral sexual de la Iglesia y en su anticlericalismo manifestaba su repulsa a los efectos, según él negativos, que tales representaciones habían producido en la conducta amorosa de los hombres. Los judíos, sin embargo, conservaron otra visión de las cosas y entendieron que el hombre socialmente provechoso era el hombre viril y procreador. Sus modelos fueron las figuras de la Biblia, los líderes del pueblo judío que tuvieron numerosos hijos, ya fuera con sus esposas o con sus esclavas. En los siglos de esplendor de la Iglesia de Roma los autores cristianos debieron justificar por qué aquellos hombres justos cometían adulterio sin temor de Dios, que bendecía a todos sus hijos, como se dijo fue el caso de Abraham. Al respecto dijeron que Dios permitió tales prácticas por necesidad de la procreación pero que, asegurada esta, los hombres razonables entendieron que debían restringir la práctica amorosa, mediante la doctrina del celibato o la de la contención en el matrimonio casto. Al final todo quedó en la sexualidad devaluada, en la relación conyugal como débito, según reza la doctrina moral de la Iglesia Católica. En ella se defiende la superioridad moral del celibato y la de la renuncia, frente al matrimonio que significa la relación carnal con la mujer, la cual, sin embargo, se autoriza en razón de la necesaria procreación. La sexualidad se convierte así en un deber de engendrar hijos y de hacerlo con la esposa legítima, en razón de la ordenada producción de la descendencia. Ciertamente, la batalla por el control de la potencia viril fue larga, dura y sangrante. En ella los hombres ofrecieron resistencias a la doctrina de los sacerdotes. Así nos lo cuenta, el historiador francés Lucien Febvre en un hermoso libro titulado Amour Sacré, amour profane, en el que, entre otras cosas, nos relata los conflictos que el rey Francisco I, contemporáneo y rival político de nuestro Carlos I, tuvo con sus obispos a propósito de su vida sexual. Este rey, que se decía católico, era un adultero confeso. Su virilidad le impulsaba hacia las mujeres y no se limitaba a amar a la suya, como le exigía el sacramento del matrimonio y le recordaban sus confesores imponiéndole severas penitencias. A causa de éstas el rey se vestía con hábitos de penitente y con un cirio en la mano recorría las calles de París hasta la Catedral de Notre-Dame, en donde pedía perdón a Dios por sus pecados. Este monarca francés, como sus sucesores, no abandonaría nunca sus hábitos amatorios y continuaría viviendo sus relaciones extraconyugales sin mayores conflictos, hasta que su conciencia o la del Obispo le impulsaran a realizar un nuevo acto de penitencia. Lo cual demuestra que el rey penitente si bien se conformaba con la expiación de sus faltas, no era un hombre convencido de que debía enmendar su conducta sexual y convertirse en un esposo contenido. Sus actos de penitencia tenían lugar ante el pueblo de París, que se emocionaba ante la humildad de su rey pidiendo perdón por sus pecados, pero no juzgaba negativamente la figura del hombre que exhibía los arrebatos o las debilidades de la pasión de amor que parecía eran las propias de los hombres. Y de las mujeres. A éstas, sin embargo, se les exigía un mayor control sobre sus cuerpos en función del derecho del padre a la certeza sobre sus hijos. Estas batallas por contener el deseo de los hombres se han conservado en la memoria histórica de la humanidad, que ha hecho suya la idea de que, por causa de la acción represiva de las Iglesias, los hombres han sufrido la amputación de sus pasiones, en las tinieblas del confesonario. Así, desde siglos, los hombres modernos han mantenido una campaña de recuperación de la sensualidad perdida. En este sentido, los modernos ilustrados exaltaron las delicias del amor sensual, propusieron el matrimonio por inclinación y estimaron necesario el entendimiento y la frecuencia sexual entre la pareja. De esta nueva visión de las cosas nace, a mi juicio, la exigencia actual de un matrimonio sensualmente satisfactorio y la angustia de aquellos que no consiguen el placer que es debido. Ya sea por alguna inhibición psicológica o por alguna disfunción orgánica. Esta angustia lleva el deseo de la viagra e incluso a la demanda de que sea el Estado quien pague le derecho al placer. Según se dio la noticia en la televisión, el asunto parece poco importante, un comentario más sobre un tema al que los medios han concedido importancia, preguntando a tirios y troyanos su opinión como modo de animar la noticia. Sin embargo se quiere dar la sensación de que se trata de algo que preocupa a los hombres, que aparecen ahora saliendo de su silencio y confesando sus angustias y sus esperanzas con el nuevo método. Lo cual posiblemente se puede entender en un doble sentido, como un ejercicio liberador de angustias en los hombres. ¿No habría pues que ser precavidos con esta nueva exaltación del placer a cualquier precio? Siempre es pertinente servirse de la experiencia histórica para romper mitos. El de los hombres de antaño que se esforzaron en contener sus cuerpos, o el de los hombres modernos, sensibles por necesidad, perseguidores del orgasmo a dos mil pesetas. En cualquier caso, las declaraciones públicas hechas por los rabinos judíos o por los sacerdotes católicos permite reflexionar sobre la práctica tradicional, de éstas y otras iglesias, de pontificar sobre el deseo y la sexualidad. En este sentido resulta inquietante la continuidad de la tradición. El que los moralistas, sacerdotes o laicos, no hayan hecho aún su paso por la modernidad, que significó que, en cuestiones de amor, lo único ético es el pudor y el respeto hacia los deseos y la libertad de los otros. En todo caso, para hablar sobre las aspiraciones y las costumbres amorosas de las gentes, tenemos los medios de siempre, el cine, las novelas, las biografías y, por qué no, las series televisivas. Con sus actores y sus guionistas a los que no se pueden igualar los arcaicos y nuevos guionistas que son los curas o los famosos. Intuyo que somos muchos los que estamos aburridos de tanto lugar común y tanta mediocridad como se nos ofrece en la representación de las vidas privadas, honestas y deshonestas.

Isabel Morant es profesora de Historia de la Universidad de Valencia.

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