Tribuna:

Bofetadas

Un dilema importante de la responsabilidad paterna es si pegar o no pegar. Ésa es la cuestión. Es una discusión más o menos moderna, porque lo que antes se llamaba disciplina, ahora recibe el nombre de malos tratos. En Alemania se pretende criminalizar a los padres repartidores de bofetadas, porque la bofetada marca el espíritu y produce agresividad adulta. De golpe a golpe, y golpeo porque me toca. Dentro de poco, por una buena torta a tiempo, es posible que a los padres alemanes les caiga una multa gorda, a tiempo también. Los psicólogos apuntan que los malos tratos paternos, los que antes s...

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Un dilema importante de la responsabilidad paterna es si pegar o no pegar. Ésa es la cuestión. Es una discusión más o menos moderna, porque lo que antes se llamaba disciplina, ahora recibe el nombre de malos tratos. En Alemania se pretende criminalizar a los padres repartidores de bofetadas, porque la bofetada marca el espíritu y produce agresividad adulta. De golpe a golpe, y golpeo porque me toca. Dentro de poco, por una buena torta a tiempo, es posible que a los padres alemanes les caiga una multa gorda, a tiempo también. Los psicólogos apuntan que los malos tratos paternos, los que antes se denominaban correctivos, son la característica común en la infancia de aquellos que usan la violencia para convencer a sus mujeres de que no les quieren lo suficiente. No se puede negar que la primera escuela de comportamiento es la familia y un niño golpeado es más proclive a perpetuar la tradición del golpe como la de la Navidad, como si fuera lo lógico. Siguiendo en esta misma línea, partiendo de la premisa de que las primeras bofetadas producen agresividad adulta, ¿significa esto que si se eliminasen esas bofetadas del mundo, cesarían las guerras? ¿Acaso a Hitler y a otros señores de la guerra les condicionó para toda la vida una mala bofetada? ¿Son esas primeras bofetadas las culpables de la mayor parte de los asesinatos, de los genocidios, de las guerras civiles, del terrorismo, de las bombas nucleares, en fin, del crimen de Caín? Cuando alguien dice "a mí no me pegaron nunca", no sé bien qué pensar, si de pequeño él era un querubín, o si su padre era el santo Job. Normalmente me inclino por lo segundo, y admiro a ese padre que jamás levantó la mano a sus hijos y resolvió los conflictos con palabras y paciencia, a pesar de que el niño le dibujara a rotulador una versión abstracta del Guernica en unos importantes documentos de trabajo, o de que le metiera un humorístico petardo en el habano, o de que quemara la casa jugando inocentemente con un mechero. Hay en la vida, según los psicólogos, un espacio de tiempo que va de los cero hasta los seis años durante el cual todo lo que le sucede al niño puede condicionar decisivamente su vida. Una etapa de la que no solemos recordar mucho, pero durante la cual la cajita del alma está abierta y va atesorando experiencias que luego quedan guardadas bajo llave, y que modelarán el genio y la figura del individuo. Así, unas cuantas bofetadas durante esos años, y también, por qué no, unas bofetadas usadas frecuentemente como contundente recurso disciplinario durante los años siguientes, pueden dar lugar a ese concepto abstracto que se denomina vulgarmente mala leche. Lo que discuten el SPD y Los Verdes en Alemania, la nueva ley antibofetadas, suena un poco ridículo, al fin y al cabo, por una sencilla razón: ¿quién va a denunciar al padre o a la madre abofeteadores? ¿Acaso un niño de cinco años va a presentarse en comisaría con la intención de denunciar al padre de mano larga? Supongo que esta ley sólo será eficaz cuando los niños abofeteados hayan cumplido ya cierta edad y sean capaces de tomar la decisión de denunciar a sus padres. ¿Habrá eximente por grave gamberrada? En todo caso, ya imagino a muchos padres alemanes dándoles una bofetada clandestina a sus hijos. Y después, la palabra del pater contra la del filius. Recuerdo aquellas entrañables películas italianas, donde el padre, después de discutir con el hijo mayor, le daba un cachete en la cabeza al hijo pequeño. El chaval preguntaba: "¿Y a mí por qué me pegas?", y el padre le respondía: "A tí por no haber hecho nada". Aquellos eran golpes de un realismo dadaísta, asumidos como una parte de la pura rutina del trato familiar. Y también recuerdo una de las paradojas humanas que más me daban que pensar en mi infancia: lo que argumentaba la corpulenta aña que me cuidaba de pequeño, después de propinarme uno de sus espectaculares y sonoros bofetones. Me miraba con expresión severa, encarándose con mi llanto, y me decía: "Te pego porque te quiero".

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