Reportaje:

Ya se están utilizando incentivos económicos para proteger lo natural

Mientras economistas y ecólogos intentan tender puentes entre sus respectivas disciplinas, ya hay indicios de que, fuera del mundo académico, se están utilizando con éxito incentivos económicos para fomentar la protección del entorno natural y de los servicios que éste proporciona a la sociedad. Estos incentivos adoptan muchas formas, desde los dólares de los turistas al mercado de cupos de contaminación. Todos ellos se vuelven más eficaces a medida que los servicios naturales se hacen cada vez más escasos y, por lo tanto, más preciados.Quizá el ejemplo más representativo de "enriquecerse hac...

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Mientras economistas y ecólogos intentan tender puentes entre sus respectivas disciplinas, ya hay indicios de que, fuera del mundo académico, se están utilizando con éxito incentivos económicos para fomentar la protección del entorno natural y de los servicios que éste proporciona a la sociedad. Estos incentivos adoptan muchas formas, desde los dólares de los turistas al mercado de cupos de contaminación. Todos ellos se vuelven más eficaces a medida que los servicios naturales se hacen cada vez más escasos y, por lo tanto, más preciados.Quizá el ejemplo más representativo de "enriquecerse haciendo el bien" sea el ecoturismo, un negocio que puede reportar altos beneficios invirtiendo en la conservación. Por ejemplo, una empresa surafricana llamada ConsCorp (Conservation Corporation) ha acordado con los propietarios de tierras de una localidad devolver varios cientos de miles de hectáreas de tierra cultivable a su estado original y poblar el terreno con animales salvajes.

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Proteger las cuencas

También se pueden obtener beneficios económicos cuando la conservación lleva a evitar los costes que, de otra manera, se habrían producido. Por ejemplo, proteger del desarrollo las cuencas acuíferas es una forma relativamente barata de proporcionar agua limpia y abundante a los usuarios que viven río abajo.En estos ejemplos, el conservar un ecosistema tiene un incentivo económico, porque mantiene bienes y servicios con un claro valor de mercado. Estos bienes y servicios tienen la propiedad de la exclusión, ya que es posible impedir que la gente los consuma y, por lo tanto, hacer que la gente pague por ese consumo.Sin embargo, la mayor parte de los servicios que los ecosistemas prestan a los humanos no tienen esa propiedad de exclusión, es decir, proporcionan beneficios a gente que quizá no ponga jamás el pie en el ecosistema o que ni siquiera sea consciente de su existencia.

Entre estos servicios se encuentra la prevención de la erosión y de las inundaciones por parte de las zonas cubiertas de vegetación, y el papel de las aves e insectos en el control de las plagas y en la polinización. En el ejemplo más extremo de un beneficio compartido, se puede considerar que la absorción de carbono que proporciona una hectárea de bosque beneficia a todos los humanos al compensar las emisiones de gases de efecto invernadero a la atmósfera.

En estos casos -y en muchos más- no se puede evitar que las personas obtengan los correspondientes beneficios y, por consiguiente, no es fácil conseguir que paguen por ellos. La solución del economista al problema de la no exclusión consiste en asignar un tipo adecuado de derechos de propiedad. Por ejemplo, los derechos de propiedad intelectual como patentes y derechos de autor- proporcionan protección a diferentes formas de conocimiento que, de otra forma, no tendrían esa posibilidad de exclusión.

En el ámbito del medio ambiente, algunos ejemplos son los derechos de pastoreo, y las licencias de pesca . En los últimos años, los políticos se han convencido de que para una máxima eficacia económica, estos derechos se deberían hacer comercializables adjudicándoles un valor de mercado y creando incentivos para la conservación.

Por ejemplo, el gobierno de EE UU se ha enfrentado a muchos de sus problemas de contaminación del aire mediante cupos de emisiones. El programa de cupos comercializables por emisiones de anhídrido sulfúrico establecido por las enmiendas a la Ley de Aire Puro de 1990 ha tenido un éxito notable.

Este éxito se refleja en el hecho de que se ha superado con creces la reducción de emisiones establecida. En términos de eficacia económica, los modelos de cupos comercializables, en teoría, equivalen a los impuestos sobre la contaminación, el mecanismo preferido por muchos países europeos. Pero sus partidarios dicen que el mecanismo de los cupos limita por arriba la cantidad de contaminación, lo que podría ser más deseable.

En gran medida como resultado de la presión de EE UU, el Protocolo de Kioto sobre el cambio climático va más allá y no sólo concede cupos comercializables para la emisión de CO2, sino también cupos que se conceden a los países que logren retener una cantidad equivalente de carbono, por ejemplo, mediante la reforestación.Este modelo podría afectar profundamente a la economía de la conservación forestal, sobre todo porque el protocolo permitiría que los países desarrollados pagasen por la conservación forestal de los países en vías de desarrollo.

Al final, la elección entre la comercialización de cupos y los impuestos recae en la política y en la filosofía, más que en la economía.

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