Tribuna:

Juego limpio

En los años finales del franquismo, la cúpula del poder pretendió dejar el futuro de España "atado y bien atado". Pero justamente aquella parte de la sociedad española que se había sentido cómoda con el régimen acabó por abandonarlo, convirtiéndose a la democracia, y renunciando por ello a la exclusión política de la "otra España". En adelante el nacionalismo español fue correctamente juzgado en función de lo que había sido: una ideología de extrema derecha destinada a justificar el monopolio del poder. La consecuencia práctica de estos principios fue la alternancia política, es decir, la posi...

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En los años finales del franquismo, la cúpula del poder pretendió dejar el futuro de España "atado y bien atado". Pero justamente aquella parte de la sociedad española que se había sentido cómoda con el régimen acabó por abandonarlo, convirtiéndose a la democracia, y renunciando por ello a la exclusión política de la "otra España". En adelante el nacionalismo español fue correctamente juzgado en función de lo que había sido: una ideología de extrema derecha destinada a justificar el monopolio del poder. La consecuencia práctica de estos principios fue la alternancia política, es decir, la posibilidad de acceso al poder de aquellos españoles que hasta entonces habían sido violentamente excluidos de él. La historia no ha sido la misma para la sociedad vasca. A la muerte del dictador, una parte de la clase media, agrupada fundamentalmente en torno al partido nacionalista mayoritario, ha pasado a monopolizar absolutamente todos los poderes (no sólo políticos, sino económicos y sociales) hasta tal punto que la sola idea de alternancia política despierta temor en unos y sonrisas despectivas en otros.¿Cuáles han sido los factores que han hecho posible esta anomalía en el funcionamiento democrático? El primero de ellos es el falseamiento victimista de la historia reciente. Así, la guerra civil no se interpreta como una agresión del fascismo contra la democracia, sino como una agresión de España contra el País Vasco y contra su "representante natural": el nacionalismo vasco. Por tanto, las demás fuerzas políticas (incluidos los defensores de la República que continuaron defendiéndola después de la rendición nacionalista en Santoña) eran culpables y debían pagar un tributo reparador de su culpa. La izquierda, lejos de combatir el mito, pareció plegarse a él mientras una parte de la derecha más antidemocrática, el carlismo, pasaba a engrosar las filas del PNV y de HB. Por otra parte, el terrorismo político, mucho más intenso desde que se instauró la democracia, dio al nacionalismo no violento un papel arbitral como supuesto "pacificador insustituible", que acabó de consolidar su hegemonía dentro del País Vasco como protector y fuera de él como interlocutor privilegiado. Y es precisamente esta situación de titulares perpetuos e indiscutidos del poder en una sociedad clientelar o amedrentada la que explica su inmovilismo ideológico, pues en tales condiciones los nacionalistas no han necesitado en absoluto modernizar o democratizar su ideología legitimadora. Tanto más cuanto que el mensaje es muy simple: "Para ser vasco hay que ser nacionalista; si no votas nacionalista eres un enemigo del pueblo vasco". Se supone que ser nacionalista es lo natural, o sea, algo sobre lo que nuestra voluntad no puede decidir. De ahí que los nacionalistas no se molesten en argumentar, en decirnos por qué es preciso "construir entre todos la nación vasca". Se trata de un deber, de un mandato de la historia y de los muertos, que nos obliga a asumir unos valores, una forma de ser y pensar, que el "partido- guía" ha definido previamente según la voluntad de sus pastores. A la "vanguardia de la nación" le trae sin cuidado el hecho de que esta supuesta e impuesta identidad colectiva sea abiertamente contraria al pluralismo democrático y a la libertad de los individuos tal como se entienden en un moderno Estado de derecho.

Si se tiene en cuenta que las instituciones se emplean sin pudor al servicio de la ideología oficial y que tras el lenguaje conminatorio de unos está la amenaza mortal de otros, no puede sorprendernos que el concepto mismo de democracia, por no hablar de su realidad, carezca de un firme asentamiento en la cultura política. Pero, a pesar de todas las coacciones, la evolución electoral está revelando desde hace ocho años un incremento de las fuerzas políticas no nacionalistas; la aplicación de la ley contra los desmanes del fascismo no ha provocado la reacción adversa de la sociedad que los llamados nacionalistas democráticos anunciaban o esperaban; la idea de que el terror pueda ser "la política por otros medios" tiene cada vez menos adeptos; la exigencia de una democracia en la que el respeto al pluralismo sea efectivo y no mera retórica; de un lehendakari que asuma la representación de todos y no sólo la de los "vascos buenos", son demandas sociales que no permiten mirar para otro lado. Y, sin embargo, el "partido-guía" mira obstinadamente en otra dirección. El mismo lehendakari que en julio de 1997 había acusado a HB de fascismo y complicidad con el terror ("tenéis las manos manchadas de sangre") y que había pedido su aislamiento político, tardó seis meses en propugnar conversaciones con los fascistas de la víspera. La culminación lógica de estos contactos es la actual tregua indefinida de ETA, lanzada como un órdago electoral. Ahora, cuando se está acentuando la debilidad de ETA y cuando HB tiene que cambiar de nombre, no por temor a ser ilegalizada, sino para disociarse de su historia anterior y salvarse de un desprestigio social creciente, cuando todo esto sucede, los autodenominados nacionalistas democráticos juegan su gran baza: vender paz a cambio de cesiones políticas, pues no es otro el significado de la "tregua indefinida"que ETA acaba de plantear. El texto publicado por ETA sitúa el origen del "contencioso vasco" en la actitud del Estado español y francés (como se sabe, los votos nacionalistas no alcanzan en el País Vasco francés el 5%). Si una zona con el 5% de votos nacionalistas debe ser integrada en el futuro País Vasco independiente, es evidente que el derecho de autodeterminación que se invoca no pasa de ser una farsa, que el sujeto de ese supuesto derecho no son los individuos reales, sino el país mental de un patriota enloquecido. Son esas cosas las que hacen pensar si el contencioso vasco no será el contencioso que algunos vascos tienen con la democracia. El texto, que habla de un "autonomismo disgregador", ignora olímpicamente que el Estatuto es la única institución que goza entre nosotros de un consenso generalizado. Pero esto carece de importancia habida cuenta de que nuestra "vanguardia nacional" nos señala en el mismo documento el objetivo de la independencia como "la escalera que hay que subir peldaño a peldaño". La paz la deseamos todos, lo que no es deseable es subir a empujones ciertas escaleras. Si el cese de la violencia tiene como resultado el que todos hagamos lo que los violentos quieren, habremos quebrado el principio esencial de la democracia; si los votos van a estar sobrerepresentados por el terror desaparecerá todo resto de libertad, porque además no tendremos garantías de que el chantaje no vuelva a intentarse. El PNV, principal organizador de esta farsa, no puede ignorarlo. ¿Por qué quiere entonces some-

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ter a toda la sociedad vasca a esta humillación inútil, a esta claudicación de los demócratas? La relación del PNV con el nacionalismo fascista es contradictoria. La sociedad se está rebelando y no admite ya ser violentada sistemáticamente; el terror, que en otros tiempos fue un importante instrumento de persuasión y que acarreaba las ovejas hacia el redil del "partido-guía", ha empezado a suscitar una reacción contraria. Urge por tanto al PNV (así lo indica la evolución electoral) que el terror desaparezca, pero sus dirigentes perciben instintivamente que si, repudiado por la sociedad, el terror tuviese que desaparecer a cambio de nada, la hegemonía nacionalista podría ser puesta en entredicho. Necesitan la paz para no ser asociados a la violencia, pero necesitan la violencia de otros para monopolizar el poder. El terrorismo es para ellos una túnica de Neso: abrasa a la vez que está pegada a la piel. Si permanecen con ella puesta, se queman; si se la quitan, se arrancan parte de su propia carne. Por eso llevan seis años intentando quebrar el pacto de Ajuria Enea y por eso están intentando invertirlo: en lugar de aislar a los fascistas, aislar a los demócratas. La negociación política resolvería la cuadratura del círculo: acabar con la violencia conservando la hegemonía. Pues proponer la autodeterminación cuando el voto nacionalista lleva ocho años debilitándose no es evidentemente un objetivo real, sino una baza negociable para conseguir otra cosa. Si lo que el nacionalismo quiere conseguir a cambio del cese del terror son unas condiciones favorables que le garanticen la hegemonía perpetua, entonces alguien debe explicarles que eso no es posible. Pues en democracia no existe ningún elixir que permita a un partido político conseguir lo que todos desearían: la inmortalidad en el poder.

Juan Olabarría Agra es profesor titular de Historia del Pensamiento Político de la UPV.

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