Tribuna:

Mil muertos ilegales

Últimamente hemos estado muy ocupados con la vida sexual de Bill Clinton. A los periódicos y televisiones les ha parecido un tema más importante que lo que ha sucedido -y sucederá- en el Mediterráneo a cientos de africanos. No puedo compartir ese criterio tan peculiar. ¿Qué puede conmover más que las mil muertes que, según las organizaciones humanitarias, pueden haberse producido en los últimos cinco años en el estrecho de Gibraltar, en aquellos que han intentado cruzar la nítida línea que hay entre el hambre asegurada y la posibilidad de sobrevivir mediante un trabajo? El último episodio, los...

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Últimamente hemos estado muy ocupados con la vida sexual de Bill Clinton. A los periódicos y televisiones les ha parecido un tema más importante que lo que ha sucedido -y sucederá- en el Mediterráneo a cientos de africanos. No puedo compartir ese criterio tan peculiar. ¿Qué puede conmover más que las mil muertes que, según las organizaciones humanitarias, pueden haberse producido en los últimos cinco años en el estrecho de Gibraltar, en aquellos que han intentado cruzar la nítida línea que hay entre el hambre asegurada y la posibilidad de sobrevivir mediante un trabajo? El último episodio, los 38 africanos muertos tras zozobrar su patera, hecho ante el cual el Gobierno español no movió un músculo. Una forma macabra de conmemorar el 50º aniversario de la Declaración Universal de los Derechos Humanos. Si hay algo en lo que el retroceso de los derechos humanos ha sido evidente en los últimos años en los civilizados países europeos, es en el tratamiento de la inmigración. Los derechos de los extranjeros se han degradado brutalmente hasta convertirse en no derechos, y figuras tan emblemáticas como el derecho de asilo están sumidas en la más profunda de las crisis (en la España del PP prácticamente ha desaparecido ese derecho). Ante las migraciones, la respuesta estatal ha sido la del cierre de fronteras y la prohibición como regla. Cierre ilusorio, es verdad. En las fronteras exteriores delimitadas por los acuerdos de Schengen (Alemania, Francia, Benelux, Italia, España, Portugal), el número de pasos por tierra, mar y aire es de casi 2.000 millones de personas por año. Es falso que los Gobiernos se crean el control de las fronteras; por eso han desarrollado legislaciones que dificultan extraordinariamente la estancia "legal" de inmigrantes en un país y, a la vez, hipócritamente, producen miles de "ilegales", sometidos a todo tipo de abusos y penalidades.

La anacrónica e inservible Ley de Extranjería de 1985 es un excelente ejemplo de "fabricante de ilegales". Si un extranjero no comunitario (por ejemplo, marroquí) quiere venir a trabajar a España, va a necesitar un visado, que sólo le darán (tras un interminable papeleo y mucho dinero para pagar a funcionarios corruptos que se reproducen como las esporas cuando hay dificultades legales) si acredita medios económicos, y previo contrato u oferta de trabajo que, por definición, no tiene ni puede tener desde su país -por eso emigra (!)- y en un sector en que no haya españoles en paro. Misión imposible. No se le deja otra vía que la ilegalidad.

Esta antipolítica -de la que una España con porcentajes ínfimos de inmigrantes es alumna aventajada- es la principal responsable de los centenares de muertos -eso sí, "ilegales"- que se cobra el mar. La ilegalidad -para vivir o para morir- es, paradójicamente, la esencia de la política de extranjería en el Estado español y en Europa. Porque se empeña en reprimir y apartar de la vía legal a un fenómeno inevitable, irreversible, absolutamente necesario, y positivo, como es la emigración desde el mundo de los 5.000 millones de pobres al de los 1.000 millones de establecidos, que por eso son destino de la emigración y lo serán siempre. Contra eso no resisten ni controles, ni policía, ni vallas, pero sí obligan a jugarse la vida en un Mare Nostrum convertido en cementerio marino.

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Las pateras son el producto de un continente como el africano, el más pobre de la Tierra, en el que casi ninguna televisión ni periódico español tiene, por cierto, corresponsales. La vida media no llega a 50 años; el 90% de los muertos de sida (18 millones) son africanos, y cada año se infectan cuatro millones de personas. En esa África, las crisis políticas son su peor virus: la confrontación entre Etiopía y Eritrea, la guerra civil de Congo y Ruanda, los conflictos entre musulmanes y cristianos que hacen morir a miles de refugiados en Sudán, junto al hambre y las epidemias que se ceban en los niños, las guerras de Guinea-Bissau, la desestabilización fundamentalista en Argelia, o el terrorismo islámico en Nairobi y Dar es Salam. Así es África. ¿Puede extrañar que decenas de miles de sus habitantes pidan asilo y ayuda al "mundo civilizado"?

La otra cara de la moneda es, en efecto, esta parte del mundo en que vivimos. La economía se ha globalizado, fluyen los medios de producción, y se crean puestos de trabajo que los europeos no quieren ya desempeñar. Ni pueden. La principal razón es la demográfica. Pequeñas familias, matrimonios tardíos, incorporación de la mujer al trabajo, constituyen una revolución sociológica en Europa, en donde la tasa de nacimientos es de 1,44 hijos por cada mujer. La católica España es la menos prolífica (1,15), seguida por la también católica Italia (1,22) y la ultracatólica Irlanda, que ha caído de 2,5 a 1,9 hijos por mujer. La población total de la Unión Europea está creciendo al 0,8% anual gracias a la inmigración extraeuropea, que es de 12 millones de personas (cinco millones provenientes de los países mediterráneos), de un total de 370 millones de ciudadanos de la Unión.

Esta situación no va a cambiar; va a consolidarse y a afianzarse como dato de la realidad: si en 1950 la población de los países desarrollados era el 47% de la de los países en vías de desarrollo, el año 2000 será sólo el 24%, y el 2020 el 18%. Por ello, la Europa del próximo siglo se verá obligada a contemplar, desde la más alta instancia de lo político, el fenómeno de los inmigrantes como algo a encauzar, nunca como problema enojoso a suprimir al estilo de los 104 africanos a los que Mayor Oreja expulsó esposados para permitir a Aznar decir aquello tan ingenioso e inteligente de "había un problema y lo hemos solucionado".

La inmigración es el tema universal sobre los seres humanos. Es una de las grandes cuestiones del momento para cualquier país, para cualquier Gobierno, para cualquier fuerza política, y sobre todo para la izquierda, a la que ha cogido baja en capacidad moral e ideológica y no emite respuestas. Pienso que la inmigración nos sitúa ante los tres grandes desafíos del tiempo presente: el del empleo y el bienestar en la época de la mundialización; el de la política exterior y el orden internacional tras la caída del Muro, y el de la democracia y lo que podemos llamar nueva ciudadanía.

Empecemos por la globalización económica. Uno de sus efectos sobre el empleo es que el mercado de trabajo -y de consumo- se ha hecho definitivamente planetario. Los flujos migratorios son más universales que nunca, y no se pueden poner puertas al campo. Esto lo debe entender no sólo alguien de izquierdas, sino también un liberal coherente (nuestro Gobierno, evidentemente, no lo es). El mercado de trabajo no tiene fronteras, como tampoco las tienen el capital o las mercancías. Es absurdo impedir -como sucede en la práctica- a las empresas españolas, o a personas privadas, contratar legalmente a trabajadores de otras nacionalidades. La prohibición es especialmente inútil en países como España, en que hay una gran parte de la economía sumergida, fuera de la ley, en la que se insertan con naturalidad quienes llegan para ser también trabajadores "ilegales", carne de cañón de mafiosos y explotadores. Pero es que, además, como acaba de recordar el servicio de estudios del BBV, sin una fuerte entrada de inmigrantes en España será muy difícil sostener la Seguridad Social y las pensiones, cuando la población española envejece rápidamente y habrá cada vez menos cotizantes trabajadores activos.

Por todo ello, la filosofía represiva y prohibicionista sobre la inmigración debe convertirse en su opuesta: la regla (no la excepción) debe ser la libre circulación de trabajadores. En vez de los cupos actuales, simbólicos, que funcionan como válvula de escape para legalizar por goteo a quienes ya están en España como ilegales, hay que crear amplios cupos para trabajadores extranjeros en búsqueda de empleo, que obtendrían el visado -por un tiempo tasado- con sólo pedirlo y acreditar medios de subsistencia sin la exigencia inútil de tener una oferta de trabajo a distancia que es imposible. Hay que legalizar la búsqueda de empleo in situ, a través de agencias oficiales que sustituyan a las mafias que están señoreando el tráfico esclavista del siglo XX. Ésa sería, a mi juicio, la única forma de obtener contratos de trabajo desde la legalidad y no como hoy sucede desde la necesaria ilegalidad como requisito previo.

Lo anterior requiere, sin duda, una política exterior común en la Unión Europea. Las reformas que se han puesto en práctica en Francia por el Gobierno de la izquierda plural, haciendo más fácil la regulación de los sans papiers, en un clima social favorable después del triunfo de la Copa del Mundo de Fútbol por una selección francesa multiétnica (Le Monde, 16-17 de julio), o la reciente ley de extranjería italiana del Gobierno progresista del Olivo, van en una dirección contraria al prohibicionismo. Pero son pasos tímidos e insuficientes. Habría que adelantar el plazo de cinco años previsto en el Tratado de Amsterdam para decidir políticas comunes en inmigración, empezando por los países del Tratado de Schengen, el cual está sirviendo como coartada para la supresión del derecho de libre circulación.

El fracaso en una política de inmigración en la UE es el fracaso de una política exterior que es casi inexistente y en muchas ocasiones ridícula, y que, por ello, es incapaz de imponer los derechos humanos como núcleo de aquélla. Porque Europa debe hablar con una sola voz a los países de emigración (Magreb y otros) para acordar con ellos la política migratoria, cuyo lugar de honor tiene que ocuparlo la inversión y cooperación para el desarrollo. Va siendo absolutamente imprescindible la convocatoria de una conferencia sobre la inmigración, al menos entre la UE y los países mediterráneos exportadores de mano de obra, de la que salga un nuevo orden internacional en los flujos migratorios.

Por último, la democracia. La inmigración del siglo XXI será el resorte que hará dar un salto cualitativo a nuestra ya un poco oxidada democracia. Y lo hará en los elementos que han forjado durante siglos el alma de los Estados: la nacionalidad y el nacionalismo. Vamos hacia culturas multirraciales, mestizas, que siempre han sido positivas y progresistas. Es tan fuerte la ola que no va a poder resistir la ya vetusta identificación entre nación y ciudadano. El futuro estará en sociedades con ciudadanía unificada pero nacionalidad diversa y con derechos políticos y de voto vinculados al arraigo de cada ciudadano, sin tener que renunciar a su nacionalidad. No hay nada que integre más en una comunidad que la posibilidad de votar, de decidir políticamente.

La integración de los que vienen de fuera es la forma más antigua -y más moderna- de la solidaridad, una solidaridad herida y golpeada por la vergonzosa pasividad de las instituciones que nos gobiernan. La solidaridad es una batalla de cada día. Es difícil, pero es sencilla. Se traduce hoy en la liberación de toda la Humanidad.

Diego López Garrido es secretario general de Nueva Izquierda.

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