Crítica:FESTIVAL DE EDIMBURGO

Dos artistas y la música íntima

En Edimburgo hay que organizarse; de lo contrario, el torbellino de espectáculos devora. Una posible opción del pasado martes 18 era comenzar de buena mañana con Lied alemán y acabar entrada la noche con Bach. Las locuras intermedias eran así más asimilables al tener puntos de referencia como rocas en las que refugiarse. La paradoja surge cuando la transgresión salta a las primeras de cambio, en el encuentro aparentemente más tranquilo. Ian Bostridge fue el adorable culpable del encantamiento. El mundo del Lied, de la mano del joven tenor británico y del magnífico pianista de Edimburgo Malcolm...

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En Edimburgo hay que organizarse; de lo contrario, el torbellino de espectáculos devora. Una posible opción del pasado martes 18 era comenzar de buena mañana con Lied alemán y acabar entrada la noche con Bach. Las locuras intermedias eran así más asimilables al tener puntos de referencia como rocas en las que refugiarse. La paradoja surge cuando la transgresión salta a las primeras de cambio, en el encuentro aparentemente más tranquilo. Ian Bostridge fue el adorable culpable del encantamiento. El mundo del Lied, de la mano del joven tenor británico y del magnífico pianista de Edimburgo Malcolm Martineau, se redescubría con una sensibilidad diferente y, de inmediato, hechizante. El recital de Bostridge es uno de los 12 que conforman el ciclo dedicado a la integral de las canciones de Hugo Wolf -350, nada menos-, y en el que participan 20 artistas de la talla de Tercel, Bonney, Keenlyside, Roocroft, Isokoski, Bär, Skovhus y Holl, entre otros, la mayoría con Martineau al piano.

Bostridge saltó a la fama mundial hace solamente un par de años al ganar el Gramofone Award por su interpretación de La bella molinera de Schubert, cuya edición discográfica sería presentada nada menos que por el histórico barítono Fischer-Dieskau. Su posterior grabación televisiva del Viaje de invierno de Schubert, con inquietantes imágenes de David Alden, ofrecía pistas de que estábamos ante un tenor fuera de lo normal por su dimensión intelectual y su madurez interpretativa.

De entrada, Bostridge es un tenor culto -algo no tan corriente en esta cuerda- que ha estudiado Historia y Filosofía en Oxford y Cambridge. Su voz cristalina es de ensueño, idónea en la combinación fantasmagórica y angelical para el mundo romántico; su teatralidad, nada operística, parte de la intencionalidad con que acentúa las frases en función del texto, y lleva consigo una actitud entre flemática y racional profundamente británica.

Eligió para Wolf textos de Heine y Eichendorff, y complementó el recital con los Liederkreis, opus 39 de Schumann, también con poemas de Eichendorff. Fue deslumbrante por su alcance dialéctico y su capacidad emotiva. Edimburgo adora a Bostridge. Muchos afirman que es el gran heredero de la tradición tenoril británica, y seguramente no les falta razón.

El pianista húngaro Andras Schiff, cada vez más ensimismado, escogió la concentración y la austeridad para acercarse a los 12 primeros preludios y fugas del libro II de El clave bien temperado de Bach (continuaba al día siguiente con los restantes). Consiguió un notable clima de recogimiento para las direcciones sinfónicas de la sala Usher. No se dejó llevar por el virtuosismo y la exhibición, planteando los juegos y ejercicios lúdicos de esta biblia del teclado con sutil introversión, pero sin caer en el distanciamiento.

Entre el tenor culto y el pianista ensimismado, la tarde tuvo como protagonista a Cataluña. Alicia de Larrocha al piano y Calixto Bieito en la dirección teatral coincidían a la misma hora de la última representación de Zumzum-Ka, singular combinación de danza conceptual, artes plásticas e investigación escénica en la que participan, entre otros, Cesc Gelabert, Lydia Azzopardi, el pintor Frederic Amat y el músico Pascal Comelade. El numeroso público que asistió al teatro Playhouse acogió el espectáculo (coproducido con el Festival de Granada y el teatro Hebbel de Berlín) con mucho calor.

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