Tribuna:

Ficción y realidad

IMANOL ZUBERO Me lo contaron hace algún tiempo; como me lo contaron, lo cuento. Se celebraba un encuentro internacional de pueblos minorizados. La práctica totalidad de los asistentes pertenecían a movimientos de liberación africanos, asiáticos y latinoamericanos provenientes de países sometidos a gobiernos autoritarios, embarcados a la fuerza en una feroz batalla por su supervivencia. En una de las jornadas, intervino un representante de Herri Batasuna, quien ofreció su particular visión de la realidad vasca. Fue tal la hondura de su exposición que al término de la misma uno de los oyentes, ...

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IMANOL ZUBERO Me lo contaron hace algún tiempo; como me lo contaron, lo cuento. Se celebraba un encuentro internacional de pueblos minorizados. La práctica totalidad de los asistentes pertenecían a movimientos de liberación africanos, asiáticos y latinoamericanos provenientes de países sometidos a gobiernos autoritarios, embarcados a la fuerza en una feroz batalla por su supervivencia. En una de las jornadas, intervino un representante de Herri Batasuna, quien ofreció su particular visión de la realidad vasca. Fue tal la hondura de su exposición que al término de la misma uno de los oyentes, un kurdo, le preguntó cómo hacían en Euskadi para conseguir repuestos para los tanques, pues este era el gran problema de su lucha contra el gobierno turco. Consecuencias de contar bien una historia falsa: siempre hay quien acaba por creerla verdadera. El último libro de la factoría Clancy discurre en una España balcanizada, abocada a una cruenta guerra civil cuando vascos y catalanes unen sus fuerzas contra el Estado central. Todo se lía, todos luchan contra todos, hasta que los norteamericanos reconducen la situación. No es la primera vez que los autores de best sellers norteamericanos se fijan en el País Vasco y en la violencia para desarrollar sus historias. Sin ir demasiado lejos, en 1989 se publicaba en castellano Las arenas del tiempo, escrita por Sidney Sheldon. En sus primeras páginas un miembro de ETA, Jaime Miró, libera a sus compañeros presos en la cárcel de Pamplona disfrazado de cura, acuchillando a los guardias con un afilado estilete camuflado en la cruz que porta al pecho, mientras la ciudad se convierte en un manicomio cuando otro grupo de activistas desvía el recorrido de uno de los encierros sanfermineros de modo que los embravecidos toros siembren el pánico por la ciudad en fiestas. El propio editor del libro advierte en una nota al principio del mismo que "el autor demuestra tener un conocimiento demasiado superficial de nuestra historia y problemas auténticos" pero que, al fin y al cabo, se trata sólo de "una ficción destinada a entretener al lector". Nada hay que objetar al uso literario de la realidad; ni siquiera a su abuso. De cualquier realidad, también de la realidad social y política vasca. Pero el libro de Sheldon era un auténtico tostón y, por lo que parece, el de Clancy no le irá a la zaga. Por eso, si se trata de mirar esta realidad con ironía, me quedo con Gálvez en Euskadi de Martínez Reverte y Acción directa de Fernández Urbina; si de hacer ficción política, con Lectura insólita de El Capital de Guerra Garrido, La trampa de Ibarzabal o Galíndez de Vázquez Montalbán; y si de lo que se trata es de exorcizar la historia, con Zeru horiek de Atxaga y Hamaika pausu de Saizarbitoria. En días como estos se pone de manifiesto la diferencia entre manipular la realidad para hacer literatura o manipularla para hacer política. Ofrecer una visión distorsionada de la realidad puede dar lugar a obras literarias de enorme profundidad: ahí están todas las utopías y tantas novelas de ciencia ficción. Y si lo que resulta es mala literatura, el tiempo y el cliente se encargarán de ponerla en su sitio. Pero ofrecer una visión distorsionada de la realidad para hacer política sólo genera engaño y dolor. El viernes murió una mujer joven que creía luchar por la libertad de este pueblo enfrentándose a la ertzaintza, símbolo del autogobierno elegido por los vascos. Se han apresurado a fotografiarse aupando su féretro quienes tienen por norma reducir a otros muertos a "desgraciadas consecuencias del conflicto". Han lamentado otra muerte más aquellas personas que valoran todas las vidas y se duelen de todas las muertes en concentraciones similares a las que en tantas ocasiones han sufrido el acoso de los intolerantes. En Westfalia se premiaba el trabajo por la paz mientras aquí se jaleaba la guerra. Nuestra realidad supera la más descabellada ficción de Clancy.

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